miércoles, 27 de junio de 2007

Mi primera clase.


Tomé la foto de estos Jóvenes
del sitio Diario.com.mx


La prepa se me estaba haciendo muy difícil y mi padre, supongo que pensando en mi futuro llegó un día diciéndome que había platicado con su amigo, dueño de una academia comercial (una escuela para secretarias y auxiliares de contador) para que diera clases.

¡Gulp! ¿Clases? ¿A mis 18 años, sin más experiencia en un aula que como alumno, y no precisamente de los mejores?

- Y clases ¿de qué podría dar yo?
- ¡De inglés! ¿De qué más? De algo debe servir el dinero que hemos pagado durante dos años para que aprendas.

Dar clases. En realidad nunca se me había ocurrido. En realidad, tampoco se me había ocurrido trabajar siquiera. Estaba muy cómodo haciendo planes para ir a la universidad, la que fuera, para estudiar una carrera la que fuera, siempre que no tuviera matemáticas como asignatura. Pero ¿dar clases?

Como no había caso en oponerme, le pedí ayuda a uno de mis profes de inglés, en la escuela particular donde estudiaba el idioma, y me dio unas copias de esas azules que olían horrible de su Teacher’s book, quesque para que pudiera seguir ese método.

Le entendía bien al inglés del libro, pero de lo que no sabía un comino era cualquier cosa que sonara a pedagogía o didáctica. No me gustaba la idea de “preparar clase” y menos la de calificar. Como que no quería entrar al grupo de los inquisidores represivos e injustos a los que tanto había criticado y que tanto me habían hecho ver mi suerte.

Un día pues, mi papá me presentó con su amigo, el dueño de la escuela y éste me dijo que empezaba al día siguiente. Que la maestra anterior había renunciado y que había que dar continuidad al curso.

Así, toda esa tarde me puse a “preparar clase”, para tener al menos algo qué decir. Miles de preguntas entonces fueron presentándose en mi mente: ¿y les deberé dar la clase en inglés, y si no entienden un ápice, y si no les gusta el inglés, y si me ven muy chavo, y si la riego, y si me ganan los nervios y me quedo callado, y si me preguntan algo que no sé…? En fin.

Llegó el día. Al entrar a la escuela, fui a la dirección porque me dijeron que el director o su esposa me iban a presentar al primer grupo. Pero no estaba ninguno de los dos.

Una secretaria me preguntó: “¿Usted es el nuevo maestro de inglés?”

Ahí me cayó realmente el veinte de lo que estaba por pasar: “El nuevo maestro”. ¡Y vaya que era nuevo! En mi vida jamás había soñado, pensado, pretendido, supuesto, imaginado ser maestro. Estaba a punto de botarme la carcajada, pero no me dieron tiempo ni para pensarlo.

- Ehh… Si…
- Su salón es el cinco, y ya es tarde.

Pues así solito (cosa que ahora ya parece mi destino; creo que sólo me han presentado unas 15 veces, habiendo dado clases en más de 250 grupos), entré al salón y me quedé helado: un aula larga larga larga, con más de 100 jóvenes, casi todas mujeres, que al verme se quedaron calladas y me calaron de inmediato: Éste está chavo. Es casi de nuestra edad (Lo que no era cierto; algunas de ellas eran incluso mayores que yo).

Y luego, lo raro que se volvió costumbre: Escribir mi nombre en el pizarrón, porque ya estaba harto de que no me entendieran al decirlo.

- ¿Blas Torillo?
- Si. Y a partir de este momento toda la clase, al menos ésta, será en inglés: Good afternoon class....

Fue lo único que se me ocurrió hacer para atraer su atención. Cualquiera que haya dado clases sabe que 105 alumnos no es un grupo sino una manifestación. Nadie hace caso, desde medio salón para atrás no se escucha nada de lo que el profe dice, la mayoría estará concentrada en hacer exactamente cualquier otra cosa distinta a la clase. Así que al menos darla en inglés podría resultar interesante.

Y así, preguntando cosas que sólo dos o tres medio entendían, escribiendo cosas que algunos más, quizá 12 o 15 copiaban en alguna libreta maltratada, y rogando al cielo para que los 50 minutos pasaran en 20, llegué al final de mi primera clase.

Dejé tarea, ¡oh si, por supuesto!: Para la siguiente clase me van a traer por escrito sus respuestas al siguiente cuestionario:

Nombre, edad, qué tanto sabes de inglés, qué canción en inglés te gustaría traducir y una pequeña explicación de para qué crees que te servirá en la vida saber inglés.

Otro día les platico qué hice con más de cien hojitas de cuaderno con esos datos, porque ahora lo único que recuerdo es que en la siguiente sesión tradujimos Yesterday, de los Beatles. Y a mí, con mis 105 primeros alumnos y alumnas atentos y atentas, oyendo la canción en un tocadiscos “portátil”, escribiéndola en su libretas, sentados todos alrededor, encima de las bancas, en las sillas o en el piso, emocionados de medio empezar a entenderla, cantándola mal pronunciada, me gustó muchísimo.

Aunque tuve que esperar casi seis años para mi siguiente curso, esa, mi primera clase fue un descubrimiento. Me descubrí yo mismo haciendo algo para lo que había nacido.

¿Dar clases? ¿Y por qué no?

Blas Torillo.

miércoles, 20 de junio de 2007

El Batimóvil.


Tomé la foto del Batimóvil
del sitio solocomics.blogspot.com


Estaba en la primaria. Quizá 9 o 10 años. Todas las tardes, de 4 a 6, teníamos “deporte”, que era una especie de clase de educación física combinada con el juego que más le gustara al profe.

Primero me inscribí en volibol, pero luego entré a gimnasia, no porque quisiera volverme un as, sino porque la niña que me gustaba estaba en eso. No hacíamos nada allí, fuera de brincar en la “cama elástica”, conocida hoy como tumbling, y dar vueltas y vueltas en los “colchones”, unas colchonetas verdes horribles, que olían horrible, forradas con lo que ahora sé que era la “última” tecnología de entonces: lona plastificada.

Pero lo mejor era irnos “de pinta”, “volarnos” la clase dirían ahora. Toño y yo, ya no sé cómo, nos escapábamos al terreno de atrás de la escuela que era un tiradero de escombro. Hoy, es un jardín público más o menos bonito, pero entonces era todo nuestro. Y allí íbamos a jugar a los alpinistas. Creo que su papá había subido alguna o varias a las montañas de por acá y eso nos daba pretexto.

Nos pasamos buenas tardes ahí. Imaginábamos cordilleras completas y ascensos “peligrosos”, al tiempo que buscábamos cosas sin saber en realidad qué.

Un día, con el sol poniéndose tras una de las "montañas" y detrás de ella el Popocatépetl en todo su esplendor, encontramos un coche de plástico azul claro con la fantástica forma del batimóvil. ¡Uf! Era grandioso. No tenía más que un juego de ruedas, de esas que van unidas entre sí por un alambre y que se encajaban en dos pinzas del "chasis" del coche. Estaba todo despintado y medio abollado por aquí y por allá, pero era nuestro Batimóvil.

Ese juguete se convirtió en el primer vehículo todo-terreno que tuve (y el único a la fecha). Lo metíamos a los charcos, subía las “montañas”, corría en las “carreteras” a toda velocidad, volaba de pico en pico y cada tarde que jugamos con él, terminaba enterrado en un lugar estratégico, elegido por Toño y por mí, para que en la siguiente oportunidad, volviéramos a viajar donde nos llevara.

No sé cuándo dejó de interesarnos, pero un día, después de muchas semanas sin buscarlo, cuando lo intentamos, ya no estaba en “su” lugar. Alguien, lo había encontrado y nos lo había “robado”, dijimos entonces. Pero lo más probable es que algún camión de escombro le haya echado más encima y quedó así enterrado para siempre. O quizá algún otro par de amigos lo haya encontrado. Ojalá.

Blas Torillo.

martes, 19 de junio de 2007

Mi primer libro completo.


La foto de la Enciclopedia estudiantil
la tomé del sitio Mercado libre.


Quería leer. Estaba en tercero de jardín de niños y me escocían las ganas por leer. Un día, la maestra nos preguntó quiénes ya leíamos y yo, todo orondo, levanté la mano.

Nos pusieron en fila y nos fueron pidiendo uno por uno leer algo. Cuando llegó mi turno, después del de Martha, no supe leer lo que me pusieron enfrente.

- ¿Pues no que sí sabías leer?, me dijo la maestra.
- Es que ese no es mi nombre. Yo leo, pero mi nombre.

Por esos días en mi casa se leía el Memín Pinguín (así, sin diéresis, porque viene de pingo, travieso, aunque luego porque la costumbre se hace ley, le pusieron la diéresis).

Cada ocho días mi papá llevaba la revistita y yo como que la leía. Con uno de tantos ejemplares, mi hermana Josita me dio quizá su primera clase. Al verme con la revista en la mano, me dijo:

- Ven. Te lo leo…

No recuerdo ahora qué decía pero me lo aprendí de memoria, al menos las primeras páginas y entonces, cada semana tenía el asunto resuelto. Cada número nuevo decía al principio lo mismo que me había leído mi hermana. Así, hasta que se volvió aburrido porque la historia no cambiaba, aunque los dibujitos sí.

Quería leer. Y llegué a primero de primaria. Sin hacer un argumento sobre lo que hoy se enseña o no en preescolar y en primaria, ese año, 1967, comencé en verdad a aprender. Poco a poco empecé a devorar desde los letreritos más pequeños de las medicinas de mi madre, hasta los encabezados del periódico, pasando por los letreros de las tiendas en la calle, los recados en el pizarrón de la escuela, el Selecciones de mi mamá y, desde luego, los libros de la escuela…

Desde el ácido acetilsalicílico, hasta el clásico “Ese oso se asea”, al menos para mi generación. Pero no me bastaba. Me di cuenta que leer era aprender y aprender era saber y saber era la cosa más padre que había sentido hasta entonces.

Por fin, en segundo de primaria, mis papás consintieron y un día llegó él con el primer fascículo (aprendí ese día cómo se llamaban) de una a partir de entonces muy famosa “Enciclopedia estudiantil”. En tres o cuatro días, lo leí todo.

La siguiente semana lo mismo, y así por casi dos años. Todos los tomos. Leídos completos, desde que llegaba el folletín de esa semana. Aprendí un montón de cosas que seguro ahora no recuerdo, pero me sirvieron para, por ejemplo, hacer las tareas más rápido que mis amigos y apantallar a mis primos, que era en lo único en lo que los superaba (ellos o tenían más dinero, o se creían mejores, o eran más atléticos, más altos o tenían más amigos... o al menos eso decían).

Ahora que el tiempo ha pasado, puedo decir con mucho orgullo que el primer libro grande no escolar que leí completo fue la Enciclopedia estudiantil, en fascículos coleccionables. No sé si me la aventaría otra vez…

Blas Torillo.

Recordar.


Esta foto mía la tomó mi padre.


¿De qué está hecha una autobiografía? No de las cosas que pasaron, sino de las que recordamos. Las buenas y las malas, las efímeras y las duraderas, las que dolieron y las que gozamos, pero siempre las que nos marcaron por cualquier razón.

Los recuerdos son como las pilas de nuestra vida. Los proyectos surgen de ellos y a partir de nuestro pasado, le decimos al mundo porque es así nuestro presente. Pero lo mejor de los recuerdos es que están.

Aprendemos de ellos, nos regodeamos en ellos, nos solazamos en ellos y nos damos permiso de traerlos cada que nos hacen falta.

A veces, lo que hacemos es maquillarlos, ponerlos presentables para que nuestro presente se sienta más cómodo por lo que hicimos y a veces el maquillaje se nos acaba y no podemos más que darles de nuevo la bienvenida como están, sin máscara.

En ocasiones los recuerdos duelen, pero poquito. En ocasiones añoramos la felicidad que fue. En ocasiones sólo tenemos retazos y a veces todos los rostros son mejores que ahora. Pero los recuerdos son parte nuestra. Nos definen, nos delimitan, nos alientan o nos deprimen. En fin. Son todo eso y todo lo que no me acuerdo.

Blas Torillo.