domingo, 22 de junio de 2008

Por primera vez en Cuetzalan.


La foto del Letrero de Cuetzalan
es mía


Por algún motivo no había podido viajar a Cuetzalan ya en el último año de la carrera. Todos mis compañeros habían ido, menos Beto y yo.

Por eso, en las vacaciones de la Semana Santa de 1984, partimos para allá, desde Puebla, el miércoles. Fue toda una experiencia, porque para empezar, el camión que tomamos no llegaba hasta allá. Se quedaba en un ciudad chiquita, también en medio de la sierra, que se llama Zacapoaxtla. Esa, precisamente, de donde vinieron los campesinos e indios a luchar contra los franceses en 1862.

En Zacapoaxtla, a las 11 de la noche de un miércoles santo no hay donde quedarse. Todos los mesones y hotelitos están llenos y nadie viaja a esas horas, los 40 kilómetros de curvas que hay hasta Cuetzalan. Nos dispusimos a buscar donde quedarnos, fuera lo que fuera y por fin nos alojaron en una posada pequeñita, medio oscura y húmeda, por una cantidad que lo único que recuerdo es que nos pareció un robo. Dormimos lo mejor que pudimos, habiendo cenado no más que unas "garnachas", tortillas dobladas con papa y queso adentro, medio fritas, servidas con salsa y crema. En realidad, muy ricas.

Al otro día, temprano desayunamos huevos duros (cocidos o hervidos, para que sepan de qué hablo), pan de dulce y algo de beber. Y comenzamos a buscar cómo irnos a Cuetzalan. Tomamos un taxi, que funciona más como ruta, y en el que hay pasajeros distintos, con diferentes destinos, que se van sustituyendo por otros en el camino. Así, después de un viaje medio "trompicado", llegamos a Cuetzalan como a las 12 del día.

Nos instalamos en un hotelito que todavía existe, llamado Posada Jaquelin, en honor de una de las hijas del dueño, creo. Cuartos pequeños, de hecho tan pequeños que para todos, había solo un baño para hombres y otro para mujeres, ambos a mitad del pasillo, en el descanso de la escalera. Sábanas húmedas, casi mojadas (ahora sé que así es hasta en el hotel más caro, pues). Niños ruidosos y olor a tierra mojada por todos lados. Pero con una terraza muy padre, donde prácticamente nos apropiamos de las dos sillas de playa que tenía durante todo nuestra estancia.

Después de instalarnos, salimos a conocer: el zócalo, las callejuelas, la gente, los olores, el cielo medio nublado, las tiendas claramente mestizas y los puestos, pocos en ese Jueves Santo, claramente indígenas. Nos sentíamos como viajando al pasado de nuestra patria. Comimos como a las 4 y nos regresamos al hotel, bañados en sudor, por la humedad y contentos. Más noche, después de un baño casi ritual (había que esperar a que salieran otros huéspedes que estaban en el mismo proceso, haciendo fila, sin poder salirse porque nos ganaban el lugar), salimos de nuevo a caminar y encontramos una cantinita a la que entramos, Beto a echarse unas "chelas" y yo, refrescos.

Nos la pasamos realmente bien, platicando entre nosotros y con el cantinero. No hubo nadie más esa noche ahí, así que nos sentimos casi dueños del lugar. Al salir, mi amigo iba realmente "servido" y yo tenía un dolor de estómago infernal. Demasiados refrescos, diagnosticó el doctor Beto. Llegamos al cuarto y nos quedamos dormidos casi de inmediato.


La foto del templo de Los Jarritos
es mía



El viernes salimos al sonido de las campanas, porque comenzaría la procesión de las imágenes sagradas, desde la iglesia de Los Jarritos, hasta la de San Francisco (en la primera foto), que está a un lado de la posada.

Decidimos salir a ver, tomamos las cámaras, y nos fuimos con la gente. Recorrimos muchas calles del pueblo, conociendo y descubriendo lugares y tradiciones que nos volvieron a llevar a un pasado que no conocimos. El cura, en las reflexiones de cada "estación" del Viacrucis, además de hablar sobre lo que se debe hablar entonces, nos mostraba una parte del pueblo, con la gente, su gente, cantando y viviendo intensamente su religiosidad.

Cuando terminamos, en medio de un calor húmedo sofocante, fuimos a comer algo, no recuerdo qué, y después fuimos a la terraza del hotel. Nos sentamos a leer y a platicar. No sé qué libro llevábamos cada uno, pero entre el calor y las letras, nos quedamos dormidos. Después, al despertar, como a las 4 pm, seguimos leyendo.

Esa tarde, nos pasó algo que no me ha vuelto a suceder. Estábamos en la terraza, sin una brizna volando, acalorados y de pronto, como de la nada, nos llegó una ráfaga de viento, un viento no tibio, sino caliente. Constante, apacigüante, desde una costa que no podíamos ver, pero que nos trajo el olor del mar y una especie de sopor. La corriente duró más que unos minutos y nos dimos cuenta de cómo llega la primavera, no la de los calendarios, sino la verdadera. Me gustó mucho la experiencia.

Para no variar, nos fuimos a la cantina de nuevo: más chelas para Beto, más refrescos (pero con medida) para mí. Platicamos de nuevo, incluso le llevamos al cantinero los libros que estábamos leyendo y platicamos de ellos. Así hasta la media noche, cuando nos fuimos a dormir.

El sábado fuimos a las cascadas. La Gloria se llama a la que fuimos (hay por la zona, muchas y muy padres, tanto como ésta que les cuento o más). Nos mojamos y estuvimos, entre los mosquitos y un montón de gente, contentos y relajados. Comimos lo poco que habíamos llevado desde Cuetzalan y al regresar, nos gustó habernos sentido realmente en medio de la naturaleza.

Regresamos al hotel, comimos y salimos a caminar. Se los cuento rápido, pero estábamos muy cansados, aunque no queríamos regresar sin recorrer lo más que pudiéramos. Queríamos "quedarnos" con el lugar, tenerlo, hacerlo nuestro. Estábamos realmente contentos de haber ido.

En la noche ya no teníamos dinero para ir a la cantina, así que nos quedamos en un puesto de garnachas en la escalinata donde los domingos se colocan los puestos del mercado. Esa noche bajó la neblina y nos dejó conocer por qué es famosa esa ciudad: el cielo a nuestros pies (y nuestra cabeza y el resto de nuestro cuerpo). La neblina es densa, tibia y fantástica.


La foto de las Faldas.jpg
es mía



El domingo, antes de buscar cómo regresarnos, estuvimos en el mercado, el tianguis que se pone todos los domingos, donde se vende de todo, desde (en aquel entonces), casets con música popular y hoy cd's y dvd's, hasta chiles verdes y artesanías locales. El mercado de Cuetzalan es uno de los eventos más importantes de la región, y cada domingo, bajan o suben cientos de campesinos e indígenas a intercambiar sus productos por unos cuantos pesos. Es tradición sí, pero también evidencia de la pobreza.

Tomamos algunas fotos y alguna cosa para comer, pagamos el hotel y nos dirigimos a la "estación" de autobuses, una calle con una gasolinera vieja, que ya no daba servicio, pero todavía con sus bombas y anuncios de un Pemex que entonces estaba en jauja. Cientos de personas queriendo regresar, a Puebla, a Teziutlán o a lugares más cercanos como Zacapoaxtla mismo o Zaragoza, ciudad de paso en el camino.

No compramos los boletos, porque esos se compran arriba del camión, así que el objetivo era treparse a uno como fuera, siempre que tuviera como último destino mi ciudad. Era importante salir temprano, porque Beto todavía tendría que viajar a la ciudad de México, y en domingo santo, la cosa era dificil. Finalmente logramos subirnos a un camión, el que saldría a las 11 de la mañana, conseguimos, no sé cómo, asiento y de regreso, nos quedamos dormidos hasta Puebla.

Ese viaje soldó la relación con uno de mis mejores amigos, Silvestre Alberto Acevedo Hernández, que hoy vive en Sonora y es un investigador reconocido. Tiene más de 23 años que no lo veo, pero sé que está bien, creciendo y aprendiendo, que es lo único que podemos seguir haciendo sin parar.

Así que ¡salud!, querido amigo. Tú con tu cerveza y yo con mi squirt.

Blas Torillo.

PS. En julio de ese mismo año conocí a Oli en Tlaxcala, y cuál sería mi sorpresa al saber que ella es de Cuetzalan. Bendito pueblo, ya casi mío, después de 24 años.