martes, 29 de abril de 2008
¡Reprobado!
Había entrado a la secundaria después de un intenso proceso de "estresamiento", por parte de nuestra maestra de sexto de primaria. Ella les cobró a nuestros papás por un curso de preparación para el examen de admisión al siguiente nivel y algunas semanas, no sé cuántas, fuimos a su casa todos los días de lunes a viernes, donde había acondicionado su cochera para el efecto. Lo malo fue que conforme íbamos repasando lo que ya habíamos visto en clase, entre el contexto y los nervios, nomás nos estresamos de más.
Total que llegó el día de hacer el examen y, sin recordar en realidad muchos detalles, sé que lo aprobé, porque de pronto era alumno de secundaria.
No había sorpresa, porque durante toda mi historia como alumno hasta entonces, había sido buen alumno. De hecho muy bueno.
Pero entre las hormonas que comenzaban a darse cuenta de que existían, cuando tenía 12 años, y los cambios de funcionamiento de la escuela, pasar de un solo maestro todo el año, a 8 maestros distintos y de a 50 minutos cada uno, nuevos compañeros y demás, las cosas comenzaron a salir mal.
El primer mes, cuando llegó el período de exámenes, al que más miedo le tenía era a inglés. El maestro era medio rígido, no enojón, pero serio; nos había "enseñado" eso del pollito-chicken, gallina-heny alguna otra cosa relacionada con el I am y el You are. Pero entonces a mí no me entraba el inglés.
Total que llegó la hora de su clase-examen y nos dictó algunas preguntas.
De pronto, como de la nada, el papel comenzó a deformarse. Lo veía raro. Se convirtió poco a poco en una mancha como queda la tele cuando se va la señal, pero las teles de antes ¿se acuerdan? Cuando comenzaban a pasar rayas negras verticales que iban de un lado al otro y rayas horizontales, que bajaban y no dejaban de bajar, hasta que le movíamos unos botones para corregir.
Bueno, pues lo que yo veía era la hoja, el pupitre, mis compañeros, el maestro, el salón, el patio todo rayado de arriba para abajo y de un lado para otro, con rayar delgaditas, que pasaban muy rápido.
Y no sólo no recordaba, en caso de que alguna vez lo hubiera sabido, nada del inglés que se suponía debíamos saber, sino que ni siquiera podía ver las líneas donde debía escribir. Después de unos 10 minutos, comencé a llorar. El maestro me dijo que ya habría tiempo de reponer. Que había que estudiar más y esas cosas que decimos los maestros.
Pero no lloraba por el examen. Lloraba porque me empezó un dolor de cabeza como nunca había tenido otro. Sentí náuseas, quería que cerraran las cortinas y que todos se callaran, porque la luz y los sonidos más apagados hacía que mi cabeza me doliera aún más.
Cuando llegué a la casa, le conté a mi mamá del dolor, pero no del examen. Sabía que lo había reprobado, porque no contesté nada. Mi mamá bautizó el dolor: Tuviste una jaqueca. Hoy sé que eso se llama migraña, pero en esos días, ni idea teníamos.
Pasaron dos semanas y la maestra jefa de grupo llevó los resultados: Blas Torillo. Sacaste cero en inglés.
No sé cómo describir lo que sentí. Nunca había reprobado y además no me esperaba el balconeo, pero ahí todos supieron que había reprobado. Había que llevar la boleta a la casa y mi papá debía firmarla.
¿Pena? ¿Coraje? ¿Indefensión? ¿Soledad?... Eso es. Me sentí solo. No era la primera vez que me daba cuenta, pero si la más clara: estaba solo. Mi papá seguro me regañaría. Mi mamá seguro diría algunas palabras de consuelo. Mis hermanas me dirían que todavía quedaban muchas oportunidades para pasar, que no era el fin del mundo. Mis amigos, pues ni siquiera recuerdo si me dijeron algo. Pero yo me sentí solo. Muy solo.
Después reprobé otras materias y ya parecía deporte, hasta que llegó el tiempo de la universidad. Esa se las platico después. Lo que quiero contarles ahora es que pienso que las teorías pedagógicas de ningún tiempo, se han preocupado por lo que siente el que reprueba. La escuela nomás lo hace, los maestros pues, pero la escuela toda y deja que cada quien se arregle con sus emociones y sentimientos.
Tendré que repensar muchas cosas, y seguir del lado de mis alumnos. Ellos son los que me invitan a dar clases. Ellos son el motivo y habrá que saber seguir en la escuela, sin dejar solo a nadie.
Blas Torillo.
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1972,
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