sábado, 22 de diciembre de 2007

Navidad en internet.


Tomé la foto de estos Amigos
del sitio Blogs ya


La Navidad también son...

Chila, Cristi, Sirako, Resons, Sam, Dani, Chachairu, Común, Mabel, Millaray...

Kabeza, Isaac, Salvador, Cata, Mauricio, Tazy, Waipu Carolina, Cumerina, Jonice, Concharra...

Trini, Enrique, Marcela Citlali, Pamela, Paola, Pável, Baudolino, Margarita, Enna...

Hugo, Queen, Mentes sueltas, Cangonja, Liliana, Mónica, Sergio, Hisska, José Juan, PepMac...

Lirita, Pillo, Zel, Ana, Ocelotl, Edgardo, LiL, Beto, Tyler...

Mar, Paloma, Juan Manuel, GHelp, Babel, Mucha, Rayo, Eufrósine, Luna, Carolina...

Mono Azul, María, Amelíe (con el acento al revés), Angie (colega), Feroz, Aira (hasta otra luna), Humberto, Ish, Paula, Marissa...

Jorge, Laura, Lingüista, Antonio, Carmen, Víctor, Domenec, Juan Manuel, Katy, Memo...

David, Magda, Luda, Jorge, Andy, Gerald, Carlos, Ishtar, Deepak, Luciano...

Alegría, Ema, Guaripolo, Trimax, Nat, Mario, Maya, Andrea, Carmen, H.M. Amigo, Ricardo...

Y los que seguro recordaré, aquí o después.

Gracias a todos, por darme material para recordar... para seguir recordando.

Un abrazo amigos y amigas en el internet, desde el fondo de mi corazón.

¡Feliz Navidad!

domingo, 4 de noviembre de 2007

Tabasco inundado. A media noche, ¡emergencia!

Página para buscar gente en los albergues de Tabasco y Veracruz, por nombre y municipio.


Tomé la foto Tabasco 13
del sitio Noticias AOL


Tenía, creo, 7 u 8 años. No sé qué día de la semana era, pero me dormí temprano. En casa de mis papás, las cosas eran más o menos así. Había que prepararse para la escuela al día siguiente y supongo que todo estaba lista para ello, con la ayuda de mi madre o de mis hermanas.

La casa era todavía de un solo piso, y la recámara donde dormían mis padres daba a la calle.

Así, como a la una de la mañana, que entonces para mí era de plano muy noche, tocaron con desesperación en aquella ventana. Era mis primos, que entonces tendrían entre 9 y 14 años de edad, más o menos. Después mi tía también tocó la ventana.

Yo seguía dormido, así que todo esto lo supe (o lo supuse) después.

Resulta que desde hacía unos minutos se escuchaba un fuerte ruido y un fuerte olor a gas LP (licuado de petróleo). A unas doce o quince cuadras de la casa estaba una instalación de PEMEX, la empresa petrolera mexicana y todo indicaba que el gas que se escuchaba escapar provenía de ese lugar. Es difícil imaginar ahora que un escape de gas pueda escucharse a esa distancia, pero desde luego se escuchaba, así que la magnitud del escape debía ser enorme.

Había allí dos de esas grandes esferas para almacenar combustibles y otros depósitos supongo que también de combustibles. El riesgo era grande en caso de que realmente fuese gas LP y además estaban todas las casas en la zona, también con tanques de gas, las instalaciones eléctricas y todo aquello que alimenta una tragedia.

Me despertaron. Mis hermanas estaban realmente asustadas. Mi papá había ido a trabajar al ferrocarril (cuya estación y patios estaban equidistantes de la instalación de PEMEX, pero hacia el otro lado de la casa) y la que estaba a cargo era mi madre. Queríamos salir, pero no sabíamos siquiera a dónde. Sólo teníamos la idea de alejarnos.

En eso llegó mi tío. Estaba borracho. Qué digo borracho. ¡Borrachísimo!, e insistía en que no pasaba nada, que la cosa no era grave, que él nos cuidaría, que para eso era hermano de mi padre.

Me abrazó y aunque todavía no salíamos de la casa, nos urgía hacerlo, y él no me dejaba ni respirar. Su aliento era desastroso, pero lo que realmente me tenía enojado y temeroso, era que el ruido seguía escuchándose y él no dejaba de abrazarme.

- ¡No mi Blasito! No te va a pasar nada. Deja que las viejas se vayan. Yo te cuidaré, no te apures...

Como no sé cómo poner esto con voz ni olor de borracho, no puedo expresarles el miedo y la rabia que me fueron invadiendo.

- ¡Deja a tu mamá! Que ella se vaya si quiere. Yo te cuido...

¡Vaya que estaba asustándome, cada vez más!

De pronto escuchamos pasar una patrulla de la policía, que con el radio o un megáfono y la sirena a ratos, fue despertando a los que aún dormían en el vecindario y pidiéndonos que saliéramos rumbo al zócalo de la ciudad, unas 15 calles más al sur, en dirección contraria al ruido (y a la instalación de PEMEX), confirmando nuestros temores: La cosa era grave, seria y debíamos huir.

Mi tío sin embargo insistió.

Por fin, medio recuerdo eso, no sé si mi madre o mi padre que habría llegado en ese lapso, le gritó:

- Mire (o mira) Rubén. Si usted se quiere (o si te quieres) quedar aquí y morirse (morirte), es su (tu) problema. Yo me llevo a mis hijos.

Y me arrebató de sus brazos.

Susto por un lado y coraje por el otro, tardé muchos años en perderle el rencor a mi tío, que tiene pocos años que murió.

Total, que cuando estábamos saliendo, mi hermana Josefina se acordó (o al menos en ese momento me di cuenta), de su gato. Y se puso a buscarlo. No recuerdo si lo encontró o no, pero al final salimos de la casa. No éramos sólo nosotros. Todos los vecinos, mis primos y tía incluidos, llevábamos algunas cosas cargando, esencialmente ropa de abrigo y algunos documentos, pero nada más.

El ruido seguía escuchándose. El olor a gas continuaba. El tío Rubén se quedó en su casa, angustiando de más a mis primos y a mi tía. No había servicio de transporte público y comenzamos a caminar hasta que alguien nos dio un aventón y como a las dos de la mañana llegamos al centro. Ya no se escuchaba el escape, pero si podíamos aún oler el gas.

Estuvimos ahí hasta las tres o cuatro de la mañana, creo, muriéndonos de sueño y frío, hasta que pasó la policía diciendo que podíamos regresar a nuestras casas.

Después supimos que el gas se transportaba en un tubo que estaba dentro de otro tubo con agua. Que por alguna razón el gas se había calentado de más y había hecho que el agua del tubo de control hirviera y ese era el gas que se escuchaba escapando. Peligroso de todos modos.

También supimos que si hubiera habido una explosión, mi casa y las de los vecinos no habrían quedado incólumes, adelantándose a la tragedia de San Juanico.

Nunca me lo creí del todo, pero estuve emocionado unos días porque había podido leer la noticia (medio lento pues), en el periódico de esa tarde, La voz de Puebla (mismo que por cierto, acaba de cerrar sus puertas después de tantos años).

¿Consecuencias? Pues la desvelada. Creo que no fui a la escuela ese día y, estoy casi seguro que desde esa noche decidí inconscientemente, que no me gusta el alcohol, así que soy abstemio total. Algo bueno salió pues, de esta la primera emergencia que viví.

Blas Torillo.

jueves, 18 de octubre de 2007

Dormir.


La foto del Metro
la tomé del sitio Sin contratiempo


Cuando estaba estudiando la licenciatura, en la Ciudad de México, vivía en Xochimilco, muy al sur, en la zona (relativamente) de la universidad.

Pero muchos de mis compañeros vivían muy lejos. Una de ellas era Guadalupe, Pilla para sus cercanos. Su casa estaba en la colonia Electra, muy… pero muy al norte.

En muchas ocasiones tuvimos que ir a hacer trabajos a su casa y como tenía coche, pues a veces me llevaba cerca de alguna estación del metro al terminar.

Un día de tantos, después de algunas desveladas para terminar un trabajo, Pilla me llevó al metro Chapultepec, como a las diez y media de la noche.

Todo muy bien. Me subí al metro y en cuanto conseguí lugar, me quedé dormido.

Cuando desperté me di cuenta que me había pasado varias estaciones desde aquella donde debía transbordar a otra línea para ir a mi casa. Fue pesado despertar y reconocer que habría que regresar unas cinco estaciones, pero ni modo.

Procuré no dormirme en ese regreso y lo logré. Llegué a la estación donde debía abordar el siguiente tren en la nueva ruta, me subí y… me quedé dormido de nuevo. Cuando llegamos a Taxqueña, la terminal, me despertó una señora de las que hacen el aseo de los carros y me dijo:

- Joven… ya bájese… ya nos vamos. Ya se bajaron todos.

Como “chiflón” (que me imagino que es como un ciclón popular y hablado), me bajé apenas a tiempo antes de que cerraran la puerta.

Uf…

Aún tenía que tomar un autobús para llegar a la casa y pues no había más que hacer fila en la calle para esperarlo. Eran ya como las once y media, el frío calaba, el cansancio más y en realidad me moría de sueño. Por fin llegó el camión, el último de ese día y nos subimos unas 15 personas. El camino a Xochimilco era largo y para no variar, me dormí profundamente.

De pronto, un señor amigo del chofer, me despertó casi con un grito:

- ¡Hey!… ¡Ese chavo! tocándome el hombro con fuerza. ¡Ya vamos a encerrar el carro joven… Bájese porque si no lo dejamos aquí adentro!

¡Caray! Despertar así es una de las cosas más feas que pueden pasarnos..

El camión había llegado al centro de Xochimilco, donde estaba su terminal, como a las 12 y cuarto, según me dijo el señor. Estuvieron allí media hora más, cenando en un puesto y al cuarto para la una se dirigieron al encierro, donde estábamos entonces, a unas calles del centro pero en dirección contraria a mi casa.

Me explicó que no me vieron ni él ni el chofer porque nomás se asomaron desde el frente y como no vieron nada, pues nada hicieron. Yo me había recostado en uno de los asientos dobles y quedé oculto para ellos hasta que iban a poner por dentro los candados de la puerta de atrás.

Total que a esa hora, todavía tuve que caminar las 14 calles que me separaban del Barrio de Xaltocan, que era donde estaba mi casa, en el pueblo de Xochimilco. Con hambre, a oscuras, cargando la mochila, con poco dinero y además sin un mugre y mínimo puesto de lo que fuera para pedir cualquier cosa, camine al mejor estilo de los zombies hasta llegar a la casa. Entré, me desvestí, me acosté y…

... no pude dormir sino hasta después de las tres.

Lo único bueno era que el siguiente día era sábado.

Blas Torillo.

martes, 2 de octubre de 2007

2 de octubre de 1968.


La foto del 2 de octubre 2007
la tomé de La Jornada.


¡No se olvida!

Blas Torillo.

sábado, 22 de septiembre de 2007

El primer sueldo en la Ibero.


Tomé el logo de la Ibero Puebla
de la página del Centro Cultural Iberoamericano


Tenía ya casi dos meses dando clases en la Universidad Iberoamericana, Plantel Puebla (entonces se llamaba Plantel Golfo-Centro), en la licenciatura en comunicación cuando se presentó una oportunidad que no esperaba.

El coordinador de la carrera, Napoleón Glockner, estaba a punto de irse a estudiar su maestría a España y el puesto quedaría vacante.

Había otra profesora, doctora en letras hispánicas que calificaba mucho más para el puesto, tenía experiencia docente, había hecho investigación, había sido funcionaria en otras universidades y tenía más años que yo (con todo eso hecho, no había de otra pues), así que no me hice ilusiones al respecto. Hasta pensé que quizá en un futuro se presentaría otra oportunidad parecida.

Yo tenía 24 años, había dado tres cursos en mi vida a nivel superior (aparte de los dos que estaba dando en ese momento), y en realidad no sabía lo que quería.

Un día, la última semana de septiembre de 1984, el coordinador general académico, Pablo Humberto Posada, me llamó a su oficina y me preguntó sin rodeos:

- Licenciado: ¿Le interesaría ocupar el puesto de coordinador de la licenciatura en comunicación?

Me quedé helado.

Hoy sé que pude haber preguntado un montón de cosas: ¿de qué se trata el empleo, qué hay qué hacer, cuáles son los objetivos de la universidad respecto de la carrera, qué convenios hay firmados y con qué instituciones, cuántos maestros tenemos, cuáles son las expectativas de crecimiento de la matrícula, quién sería mi jefe, qué tipo de procedimientos se tienen y cuáles hay que seguir de inmediato, qué tipo de apoyos tendré?…

Y así por el estilo.

Supongo que Pablo Humberto esperaba algo parecido, porque la cara que puso demostró que pregunté algo inadecuado, aunque desde luego importante. Lo único que se me ocurrió decir en ese momento fue:

- ¿Y cuánto pagan?

Ahora me da risa, pero entonces aprendí algunas cosas respecto de cómo se pide o se acepta un trabajo.

Blas Torillo.

martes, 18 de septiembre de 2007

500 entrada S.


La foto de la S
es mía


Recordar es algo que se me ha vuelto costumbre. Me gusta pensar en los detalles, en las mínimas gotitas de recuerdo que se asoman cuando huelo un aroma, cuando veo a una pareja en la calle, cuando miro un amanecer, cuando escucho una canción, cuando leo un poema, cuando me escriben un correo electrónico, cuando camino, cuando sueño…

Recordar es bonito, como una tarde de lluvia en casa de la abuela, incluso aquellos momentos que fueron dolorosos. Pero desde luego el propósito es encontrar los momentos hermosos, para revivir aunque sea un chispazo de los sentimientos que tuvimos entonces.

Recordar, por ejemplo, ese día cuando decidí abrir mi primer blog.

Vamos recordando, que así también aprendemos a ser mejores.

Ahora vayan a todas las habitaciones de la casa. Hay de todo para comer y beber.

Blas Torillo.

PS. Record-ando = 8 entradas.

sábado, 18 de agosto de 2007

Abrumado estoy (Actualización al 15 de septiembre).

Les cuento cómo va la cosa más o menos.

De Oli, pues está mejor. Ya no tiene moretones y los raspones sanaron y aunque al dormir aún tiene un poco de molestias, ha regresado a trabajar y, como siempre, lo hace muy bien.

De la jovencita. No sabemos mucho, excepto que el médico legista debe haber cometido un error de diagnóstico (¡que bien que no es el médico tratante!), porque a ella la han operado cuatro veces ya y no sólo de la clavícula. No sabemos bien de qué pero hasta ahí de su estado de salud. Lo malo para ella es que resulta que es corresponsable del accidente, dado que a 10 metros del lugar donde la atropellaron hay un puente peatonal y ella cruzaba por el arrollo vehicular. A ver qué resulta de eso.

Del fulano. Salió en libertad bajo fianza, lo que quiere decir que tiene que regresar a firmar cada ocho días para demostrar que sigue en Puebla, pero anda libre. La fianza que depositó apenas alcanzaría para nuestros gastos, sin cubrir los de la joven, que seguramente son más altos, así que quién sabe qué pasará por ahí. Nuestro abogado está haciendo lo mejor que puede (no tengo duda de ello, porque es mi sobrino), pero los procesos son lentos. Demasiado lentos para mi gusto.

No hemos podido recuperar el coche, y ahí no sabemos la razón. Tenemos todos los documentos necesarios, pero no nos dejan sacarlo del corralón (encierro), así que seguimos. He usado ya algunas influencias, cosa que no me gusta, pero era necesario. Ahora a ver qué pasa con eso...

Y lo más importante. Nuestro estado de ánimo.

Vamos mejorando. El estrés que nos causó el accidente ha ido cediendo (aunque el que nos provocan los problemas normales ahí sigue... jejeje), y vamos entendiendo que esto ha sido una bendición y una lección.

Habrá que asumir las dos con inteligencia y humildad.

Gracias de nuevo a todos y a todas. A los que han comentado, dicho y solidarizádose en los otros blogs y en éste y creánme que estamos muy agradecidos. La vida deberá recompensarlos de algún modo.

Les dejo un abrazo fuerte a todos y un beso largo a todas.

¡GRACIAS!


PS. Perdón por no haber contestado cada uno de los comentarios de este y los demás posts de cada blog. Algunos supieron que me quedé sin internet casi 15 días y mi trabajo tiene mucho que ver con eso, así que nomás me he dedicado a reponer el trabajo. De todos modos, he leído todos los comentarios de todas las entradas de todos los blogs. Gracias de nuevo.
_____

Han sido tantas muestras de cariño, de solidaridad, de amistad, que abrumado estoy y contento.

Gracias a todos y todas, por venir, por decir, por sentir y por pensar acerca de lo que nos pasó.

Esto de los blogs y sus autores, se pone cada vez mejor ¿no creen?

Es como una familiota, que medio lejana o medio cercana, siempre está ahí. Leyendo-estando y aprendiendo a ser mejores.

Gracias. En verdad gracias.

Les cuento que Oli está muy recuperada. Le duelen todavía sus golpes y le dan comezón sus heridas, pero eso quiere decir que está mejorando.

La niña atropellada no ha dado noticias, así que suponemos que está mejor y que por alguna razón no quisieron levantar la denuncia correspondiente. Queremos pensar que se está recuperando, porque si no, ya nos habrían llamado a testificar en su querella.

El sujeto salió libre bajo fianza y seguimos en el asunto. A ver cuándo y cómo se resuelve.

Bueno ya. Gracias de nuevo. En verdad.

Blas.

domingo, 12 de agosto de 2007

Nosotros.


La foto de Nosotros
Nos la tomó un amigo, pero es mía.
En cada uno de mis blogs hay un comentario
distinto sobre el accidente, al final de la entrada


Ayer sábado 11 de agosto a las 13:30 horas, un estúpido irresponsable atropelló con su auto a Oli, mi esposa. Ella está toda golpeada y con muchos raspones, le duelen muchas partes del cuerpo, pero en lo que cabe, está bien, aunque deberán hacerle más estudios todavía.

A mí, este joven criminal de 23 años, me produjo algunos golpes y raspones menores, pero la peor librada fue una joven de unos 14 años, aproximadamente la edad de mi hija, a quien proyectó a unos 15 metros de distancia y que en un principio pensamos que iba a morir. No fue así, pero sigue grave.

El sujeto iba “conduciendo” su auto compacto a 120 kilómetros por hora, en una avenida urbana, en tercer grado de alcoholismo (de tres grados en total), y cuando salimos del ministerio público, a las 20:30, todavía seguía bajo los efectos de su tremenda borrachera.

Su madre me pidió perdón muchas veces durante toda la tarde y hubo alguien que me dijo que el sujeto era un hijo de la chingada. No. El irresponsable en el accidente, al conducir en ese estado, es sin embargo responsable completo y absoluto de la concreción del accidente. No. Su madre no tuvo nada que ver.

Si al final de cuentas el sujeto sale libre, bajo fianza o como inocente, comprobaré una vez más que las leyes no se cumplen más que para unos cuantos. Si al final queda en la cárcel el tiempo que determine un juez, tampoco quedaré conforme.

Ayer en la noche, entre que no podía dormir y las necesidades que fue teniendo Oli, pensé mucho en si debería escribir esto o no.

Lo hago, porque de nada sirve que yo siga diciendo para mí que el alcohol mata (no sólo a quien lo bebe, sino a quienes pueden cruzarse en su camino), sino para decirlo a todos.

Ayer, nuevamente, como les cuento en la penúltima entrada de este mismo blog, tuve que pensar en todas las cosas que se piensan cuando la muerte nos hace saber que está ahí, esperando nomás.

Ayer, decidí que no pararé de decir a los cuatro vientos dos cosas: Amo a mis Olis y El alcohol mata.
_____

Estábamos esperando que Oli Berenice terminara su trámite de inscripción a la preparatoria. En verdad que el orgullo y la alegría que nos produjo que terminara la secundaria como lo hizo, me habían sido un bálsamo en el mar de problemas que tenemos. Siempre quise, desde que mi secundaria y preparatoria me parecieron la puerta de mis primeros fracasos, que mis hijos, cuando los tuviera, fuesen más inteligentes que yo y supieran hacer un poco más que decorosamente estos niveles de la educación formal.

Oli Bere lo hizo brillantemente. Y ahora que estábamos por terminar su trámite para la prepa, fuimos mi suegra, Oli mi esposa y yo, a acompañarla a ella y a sus amigas Zaira y Ericka, que por fortuna también entraron a la misma escuela, a las instalaciones de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla donde se dispusieron los procedimientos para hacerlo.

Entraron las chicas y nosotros quedamos afuera, esperando. Llevamos los dos coches porque de ahí, yo regresaba con las muchachas a la casa y Oli y su mamá irían de compras. Sin embargo, en la espera estuvimos cerca del coche de Oli, estacionado a la orilla de la calle, con el lado del conductor dando hacia el arroyo vehicular. Doña Alicia estaba en el asiento del copiloto y nosotros en la banqueta. Después de un tiempo, le dije a Oli que mejor entráramos al auto, porque amenazaba lluvia y dijo que sí, pero que primero iría a comprar una tarjeta para agregarle credito a su teléfono celular (el móvil).

Compré unas papas fritas (chips) y me subí al asiento del piloto, esperando el regreso de Oli. Le ofrecí un bocado a mi suegra quien dijo que no y en eso estábamos cuando vi a Oli parada a un lado de mi puerta, a punto de abrirla. Me adelanté un poco para salir y que ella se quedara en su asiento y yo me pasara al de atrás, cuando oímos el breve, brevísimo chillido de las llantas al frenar, un golpe, vi un cuerpo volando encima de Oli, la cara de ella llenándose de espanto y luego el golpe en pleno arrancando la puerta de nuestro auto, con Oli enmedio.

El momento se me hace eterno. El culpable hace un giro violento para regresar al carril pasando a centímetros de ella; Oli cayéndose a un lado de la llanta de nuestro auto, golpeándose la cabeza en el piso, llena ya de golpes por el atropellamiento, yo jalando de su pantalón para que no caiga y queriendo salir del coche, dándome cuenta medio entre nubes que ya no hay puerta que lo impida; bajándome de inmediato, en medio un montón de papas volando, para ver qué tenía, si estaba consciente, alerta o si, por el contrario, había perdido el sentido.

Mi suegra gritó de desesperación y se bajó del coche por la otra puerta y, ahora lo sé, recordó vivamente la muerte de uno de sus hijos, Luis, mi cuñado, en el año 2000, también en un accidente de auto.

Oli me miró a los ojos, llenitos de miedo y de dolor, de espanto y necesidad. La dije que no se moviera y comencé a buscar en mi teléfono a quién hablarle. No pensé de inmediato en el número de emergencias y no sabía a quién llamar. No acertaba a pulsar los botones con la mínima cordura, hasta que salió un número: Mi cuñado Erwin, esposo de mi hermana Marina. Le llamé y le dije: atropellaron a Oli... a Oli grande; estoy frente al Polideportivo de la BUAP con dirección a Valsequillo y colgué.

Depués de ver que Oli estaba consciente, corrí al lado del primer cuerpo golpeado, el que vi volar. Era una señorita de unos 14 años, con la mirada totalmente perdida, en sus ojitos abiertos, idos, mirando el vacío. Pensé que habría muerto. Alguien lo gritó. Le pasé la mano frente a los ojos y entonces reaccionó. No la toqué. Sólo pasé la mano como cuando un amigo quiere saber si vemos teniendo una venda en los ojos y nos pasa la mano enfrente.

Reaccionó y grité ¡está viva!, ¿ya llamaron a los servicios de emergencia?, a quien quisiera contestarme. De pronto al voltear para regresar con Oli, vi a la mamá de esta niña que al darse cuenta de que era su hija la que está tirada a media calle, reaccionó voltéandose violentamente, gritando de dolor y espanto, negándose a ver. La jalé, quizá bruscamente, y le dije: Su hija está viva y la necesita tranquila. Usted va a tomar decisiones importantes. Tranquilícese. Y corrí donde Oli.

La ambulancia no llegaba, así que por primera vez, quizá tres minutos después del golpe, hablé al 060, para pedir ayuda: "Esta llamada será grabada. Hemos identificado su teléfono" o algo así, y luego una señorita:

- Emergencias. Dígame en qué puedo ayudarle.
- Atropellaron a mi esposa. Estamos aquí y aquí...
- Ok. Ya tenemos el dato. La ambulancia va para allá.
- Oiga. Son dos lesionados. Mi esposa y una niña.
- ¿Dos? Van para allá dos ambulancias. Tranquilícese.

Y entonces comprendí que lo que le dije a la mamá de la niña, era lo mismo que debía hacer.

Cuando terminé la llamada vi a Oli ya en la banqueta, recostada, muy pálida, con la ropa hecha jirones, sin zapatos, respirando muy rápido. Le tomé el pulso y quise saber que estaba estable, pero en tres segundos no se toma el pulso. No pude hacerlo. Mi suegra por su parte estaba pálida al punto del desmayo. Pero es una mujer fuerte que sabe enfrentar estas cosas y resistió.

Me volví a Oli y entonces pensé en el estúpido que provocó todo esto.

No sé de dónde, apareció una patrulla de tránsito y el policía me preguntó qué había pasado. Alguien le acercó un papel con los datos de las placas del culpable y, con más polícías cada vez en distintas patrullas, éste primero se dio a la persecución del irresponsable.

Mientras tanto, los demás autos en la calle, desde luego alentaron su velocidad, pero al quedar sólo un carril, también sus conductores evidenciaron su morbo. Lentamente, más lentamente de lo necesario, iban viendo uno a uno el lado izquierdo de nuestro coche, desecho, a la niña en el piso y apenas alcanzaban a ver a Oli que estaba oculta también por el coche nuestro.

Llegó la ambulancia y le pedí que atendieran primero a la niña. Estaba obviamente más grave que Oli y yo sé que estas decisiones son duras, pero son de vida o muerte. Esperaba que llegara pronto la segunda ambulancia.

Pero no llegaba. Cuando estabilizaron a la niña, le pedí a uno de los paramédicos que revisara a Oli. Lo hizo. Le insistieron en lo mismo que le había dicho antes: no se mueva para nada, y se fueron con la niña y su madre destino al hospital.

Pasaron más minutos, quizá unos 5 o 6 y entonces me acordé de mi hija. Ella estaba dentro de la instalación de la Universidad y no sabía nada. Le hablé. Le pregunté cómo iba todo y me dijo que estaban sentadas esperando y que no habían hecho nada aún. Le dije que estaba bien, que se tranquilizara y, desde luego por el tono de mi voz, lo último que alcanzó a decir fue: Si pá, pero ¿que onda?... no como pregunta para mí, sino para ella, como diciendo, ¿qué le pasa a mi padre?

Volví a ver a Oli y seguía tirada. Empezó a llover, la ambulancia no llegaba y nomás veía yo cada vez más patrullas de la policía de tránsito.

Uno de ellos me preguntó:

- ¿Usted es familiar de algún herido?
- Si. Ella es mi esposa, y señalé a Oli.
- No se preocupe. Ya detuvimos al culpable. Lo llevan ahora a la delegación.
- ¿Y qué debo hacer?
- Cuando termine de atender a su esposa, debe ir a la delegación a presentar su denuncia de hechos y levantar la querella contra el culpable.
- ¿A cuál delegación?
- A la que está aquí adelante, junto a los Bomberos.
- Gracias, acerté a decir y nada más.

Regresé con Oli y le pregunté cómo seguía. La vi un poco más tranquila, despierta, consciente. Y mi suegra ya había recogido las cosas de valor que vio dentro del coche. Pero la ambulancia no llegaba. Volví a hablar al 060 y le dije creo que a la misma señorita:

- Oiga, del accidente frente al Polideportivo, sólo llegó una ambulancia y mi esposa sigue sin atención.
- ¿No ha llegado la segunda ambulancia?
- No señorita, y perdone si soy rudo, pero si hubiera llegado, ¿le estaría hablando de nuevo?
- Ahora mismo le envío otra unidad. No se preocupe. Tranquilícese señor. Su esposa va a estar bien. Su nombre es Blas Torillo, ¿verdad?
- Si señorita. Yo le hablé antes.
- Gracias. No se apure. Van para allá.

En ese momento decidí que la ambulancia, cuando llegara, llevaría a Oli al hospital donde nació Oli Bere, aquel que les cuento en la entrada de abajo. La razón es que ahí es donde le dan servicio médico a los trabajadores del estado y Oli es derecho-habiente. Ahora sé que ella había tomado esa decisión casi desde el principio.

Por fin, a lo lejos, unos 10 o 12 minutos después del accidente, se vieron las luces de la ambulancia que venía, decididamente por Oli. Los coches de los mirones iban tan lento como su morbo les indicaba y cuando al final pudo pasar la ambulancia se detuvo muy cerca de Oli, tirada en la banqueta. Los paramédicos le pusieron un collarín y la subieron a una camilla rígida. Después de que la aseguraron debidamente, le pregunté si los papeles del seguro estaban en el coche. Me dijo si, la subieron y mi suegra se fue con ella.

¡Claro! Había que llamar al seguro. A buscar los datos en el coche. Por fin, en un mar de papeles desordenados por mí en ese momento, encontré el libro de ajustadores y llamé. Mi teléfono no enlazó y un hombre de unos 35 años, que apareció de no sé dónde me dijo, si quiere hablamos desde allí. Dije si y entramos a una tienda a unos 5 metros del lugar de donde estaba el coche. Nos prestaron el teléfono muy amablemente, llamé a la aseguradora, me contestaron y les di mis datos. Luego el hombre, me dijo, "vaya con su esposa; yo me encargo". Y él terminó la llamada (Gracias, como quiera que te llames).

De vuelta en la calle, con el coche completamente dañado del lado izquierdo, y a un lado de algún jefe de tránsito que preguntaba cosas, el hombre de la llamada se me acercó y me dijo:

- Dicen en el seguro que ya terminó su vigencia y no se renovó. Que nada pueden hacer.

El jefe, que resultó ser perito de tránsito me preguntó qué había visto, si yo era testigo y le conté lo que acabo de escribir. Él hizo sus anotaciones, y comenzó a preguntarle a otras personas.

Entonces llegaron mi cuñado Erwin y mi hermana Marina. Me preguntaron que en qué ayudaban. Le pedí a Mari que esperara a las muchachas, que no sabía cuánto tardarían pero que suponían que nosotros estaríamos esperándolas, y a mi cuñado le pedí que me acompañara a la delegación. En cuanto subieron el coche de Oli a la grúa-plataforma, nos pusimos en camino y entonces, a bordo de mi propio auto, sólo entonces empezó mi verdadera angustia y lloré.

Blas Torillo.

miércoles, 8 de agosto de 2007

Olivia Berenice.


La foto de Oli y Oli 2
es mía


Había sido una semana de locos. Entre el trabajo y algunas pequeñas complicaciones del embarazo de Oli, las cosas se veían difíciles al final de esta etapa de mi vida. En la empresa las cosas no marchaban bien (¿quién dice que en la vida las cosas no se repiten?), y ya habíamos decidido que cuando llegara el momento del parto, iríamos al servicio médico que le dan a Oli en su trabajo.

Para eso faltaban aún casi dos meses. Mientras, nos invitaron a la fiesta de uno de mis sobrinos en la Ciudad de México y para allá partimos. Cuando llegamos, Oli estaba muy hinchada. Los pies no le cabían en los zapatos y se sentía un poco mal. Pero disfrutamos de la fiesta. Incluso hubo una función de teatro con actores vistiendo enormes botargas, que contaron un cuento padre y nos hicieron reír mucho.

Finalmente llegó la hora de regresar y volvimos a nuestra casa en Puebla ya muy noche. Dos días después, Oli se sintió peor y decidimos ir temprano en la mañana, al consultorio del ginecólogo que la estaba tratando.

Alfonso Salmón, el doctor, después de revisarla le ordenó que regresáramos a casa y que guardara reposo absoluto. Absoluto, insistió.

Así lo hicimos y me quedé a cuidarla con más preocupación cada vez. Oli se hinchaba cada día más y el miércoles, llamamos a Alfonso para que viniera a verla. Mientras llegaba, ella se acomodó algunas almohadas para sentarse en la cama y poder hacer algo que no recuerdo que fue.

Cuando Alfonso llegó, nos regañó por esto último: Reposo absoluto les dije. Ni siquiera se puede sentar. Tiene pre-eclampsia, cosa que no entendimos y menos cuando nos dijo, bueno, toxemia.

Las palabrejas me sonaron a cosa grave, cualquiera de las dos, aunque fueran lo mismo.

Además de darle su medicina en las horas indicadas, me pidió que le tomara la temperatura y que midiera su presión arterial cada hora, a menos que se sintiera mareada o demasiado débil o que vomitara o cualquier cosa aún más extraordinaria, porque entonces deberíamos hacer todo eso y llamarle de inmediato.

Pues si. Nos asustamos. Pasaron los días y la cosa medio se estabilizó, si no contamos que a ella le dolía mucho la cabeza, se hinchaba a veces más de lo que ya estaba y a veces la bajaba o le subía la presión hasta poquito antes de las marcas que indicarían una urgencia.

Oli y yo nos habíamos casado cuatro años antes y aunque habíamos buscado tener un hijo desde que teníamos más o menos un año juntos, no se había podido. Cuando siete meses antes de esa semana crítica en el hospital nos habían confirmado que estábamos embarazados (digo… el día que nos casamos nos dijeron que ya éramos uno, así que los dos lo estábamos), nos emocionamos mucho. Qué digo mucho… ¡Muchísimo! ¡Íbamos a ser papás! y la vida entonces nos pareció más linda que nunca antes.

El embarazo fue normal, hasta esa semana, fuera de algunos dolorcillos de vez en vez y de las molestias de la creciente panza con nuestro hijo dentro.

El lunes teníamos cita en el hospital y cuando salimos, muy temprano, para allá, la cosa se puso peor. Cualquier movimiento provocaba que Oli se mareara o que se sintiera peor aún y estaba hinchadísima.

Llegamos y cuando pasamos a la consulta, le contamos al doctor que la atendía allí todo lo que había pasado en la semana que terminó y cómo fue que vivimos esos días. El doctor ya no la dejó salir. La mandó a urgencias.

Hice el trámite de la hospitalización, pensando aún que quizá ella podría estar unos días allí, aunque todo indicaba que nuestro bebé nacería antes de los nueve meses. Después fui por ropa a la casa, además de las cosas que se me ocurrieron para poder atenderla, arreglé algún asunto del trabajo, le hablé a mis suegros a Cuetzalan para informales y a mis papás a su casa por lo mismo. Al empezar la tarde me fui al hospital y me informaron que ya no estaba en urgencias, sino que la habían llevado a tococirugía, nueva palabreja que, me explicaron, quería decir que ella estaba rodeada de mamás a punto de tener a sus hijitos, entre puro especialista y atendida permanentemente y que no había de qué preocuparse.

Fui a comer una torta (un emparedado, para explicarme a los amigos de otros países), del puesto frente al hospital, compré algo para comer en la noche y me regresé a la que fue mi posta hasta el día siguiente: el descanso de la escalera frente a tococirugía. Más tarde llegaron mis suegros que se quedaron en algún piso de abajo.

Como a las diez de la noche, salió un enfermero de la sala y le pregunté por Oli.

- ¿La señora con pre-eclampsia?
- Supongo que sí, si es la única con eso.
- Está delicada, pero no se apure. La estamos checando cada 15 minutos.

¡Cada quince minutos! ¿Delicada? A mí me pareció realmente grave. ¿A quién que no esté en peligro lo checan cada 15 minutos?

Pasé una de las peores noches de mi vida.

Entre la angustia de no saber, porque nadie me explicaba nada desde el enfermero aquel; la esperanza de un bebé por llegar; los pensamientos más oscuros que se puedan imaginar respecto de la vida y la muerte, de la soledad o la responsabilidad; una tristeza que a veces se licuaba en mis ojos como si fuera el mar; recuerdos de siete años y medio desde que la conocí, hasta que ya no me dejaron verla ese día; solo, en medio de un hospital frío, con no más ruidos que los gritos de algunas enfermas ahí y en otras salas, pensando en que en cualquier momento me irían a sacar del área, muriéndome de frío, porque por descuido había tomado sólo un mínimo suéter, sentado en el piso, en la escalera, caminando, buscando un baño porque en las escaleras no los hay; yendo de un lado a otro; soñando en un futuro que ahora se veía difícil, pensando en las decisiones que dicen en las novelas que se deben tomar, comiendo una torta fría y un refresco, cayéndome de sueño en la madrugada, pero no dejándome dormir yo mismo.

Viendo el amanecer y cómo es lento el sol desde que se anuncia con un mínimo violeta sobre el negro de la noche, hasta que se desprende del horizonte y vuela, pensando en Oli nomás, llegó la mañana y no había noticia alguna.

Encontré temprano a mis suegros y les dije lo mismo que les acababa de decir a mis papás por teléfono y que era lo mismo que me habían dicho nueve horas antes: está delicada, pero está en constante observación.

Mi suegra me dijo que me fuera a bañar y a dormir un rato. Que ellos estarían al pendiente de la situación y les hice caso.

Llegué a la casa como a las ocho. Me bañé, tomé algo de desayuno y me dormí. Mal, pero dormí.

A las diez y media salí hacia el hospital de nuevo. Busqué a mis suegros y me dijeron que alguien les informó que habían decidido hacerle una cesárea, que habían visto entrar al doctor Cuecuecha, que había atendido a Oli en las primeras etapas del embarazo, pero que no sabían más.

A esperar de nuevo.

Así, a las once y cuarenta y cinco de la mañana del 10 de diciembre de 1991, salió de tococirugía el doctor Cuecuecha, algo les dijo a mis suegros y luego me apartó a un lado para decirme:

- Estuvieron muy delicados los dos. Por poco se nos van.
- Pero ¿están bien ahora doctor?
- Si. Ya pasó el peligro, pero por poco se nos van.
- Oiga doctor ¿y el bebé es niño o niña?

Con los ojos muy abiertos, me dijo:

- ¡Caramba! ¡No sé! Habrá que preguntarle al pediatra, porque por estar atendiendo a su esposa, no me fijé. Pero están bien ahora. Descanse.

Luego supimos que la hora oficial del nacimiento fue a las once y media de la mañana y que el bebé había pesado muy poquito, menos de dos kilos, que nació a los siete meses y medio y que debería llamarse como su mamá y yo acordamos unos tres años antes:

- Si es niña, se llamará Olivia Berenice.

Blas Torillo.

domingo, 22 de julio de 2007

Sobre la contradicción.



Durante los años de secundaria y prepa fui un pésimo estudiante formal, pero un estupendo estudiante informal.

No paraba de leer, de cuestionar y cuestionarme, de investigar, de aprender, pero no de cosas de la escuela. O al menos, de muy pocas cosas de la escuela.

Las matemáticas, la química, la biología, la física de la escuela no me interesaban, porque no las entendía y los profes no se interesaban en un simple alumno que preguntaba sobre asuntos distintos a sus temas y a sus dominios: ¿de qué está hecha una estrella?, ¿por qué la Biblia dice que del barro y los libros dicen que del mono?, ¿qué ocurre dentro de una bomba atómica cuando explota?, ¿por qué nos salen barros enormes a unos y a otros simples granitos, si todos tenemos los mismos cambios hormonales? Y así, muchas más.

La historia, la filosofía, el español, el arte me gustaban más, pero los maestros tampoco me contestaban las preguntas de fondo. ¿Que tiene que ver con nosotros eso de sólo sé que no sé, cuando yo sé que si sé?, ¿porque los aztecas no supieron ganar, si eran miles y los españoles unos cuantos?, ¿para qué me sirve saberme las partes de la oración, si sin saberlas puedo leer y entender los libros que me gustan?, ¿si el expresionismo es eso que dice, quiere decir que los demás artistas sentían menos pasión por su trabajo o que eran menos perfeccionistas? Pero no había caso. O no me entendían o no me explicaba. O no sabían o no les interesaba contestarle a un adolescente narizón con un tremendo barro en la nariz, que además faltaba a clases, no resolvía los problemas de clase cuando iba, cuestionaba muchas de las cosas de la escuela y se la pasaba soñando en cómo sería la vida cuando Maru se hiciera su novia (cosa que nunca fue).

No me mal entiendan. No era yo de esas lumbreras que todo lo saben pero que, soberbios, le hacen la vida de cuadritos a los profes. Tampoco de aquellos nerds, especialistas en una o dos materias y para los cuales, el resto del mundo no tiene importancia.

Era un adolescente bastante simple, sin aspavientos, sin ser especialmente difícil, con muy pocos amigos, sin novia (la nariz, el barro y la autoestima... podría escribir un libro como Narnia al respecto), tímido e introspectivo a cual más.

Pero leía.

Cuando terminé la prepa, moría de ganas de ir a la universidad. Pero no sabía siquiera qué podría estudiar. Después de muchas peripecias, llegué a la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, más por casualidad que por una decisión racional. Ciencias de la comunicación, porque según algunos estaba siguiendo los pasos de mi padre, que era locutor en una estación de radio de mi ciudad.

Yo no tenía idea de qué se trataba la carrera en realidad, pero estaba en otra ciudad, lejos de los regaños y los desamores, las soledades y los recuerdos, y era como una aventura. Mi aventura.

Llegó la primera clase. Buenos días, nos dijo el maestro Xicotencatl Nava, a las once y diez del 30 de abril de 1979, día del niño en México.

La universidad... bla, bla, bla.
La profesión... bla, bla, bla.
Su responsabilidad... bla, bla, bla.

Pero luego se puso bueno. El sistema social es injusto, las escuelas sólo nos toman el pelo, lo que necesitamos es un pueblo que piense, que sea justo y libre... Y estamos así, porque somos una sociedad que no lee. ¡Momento, pensé, yo si leo!

Como para callarme los pensamientos, al final Xicotencatl nos dijo: para la siguiente clase, lean c-o-m-p-l-e-t-o este libro. Y sacó de su portafolios un libro pequeñito, también sin aspavientos: Cinco tesis filosóficas de Mao-TseTung.

El primero de mayo, dia del trabajo (por lo que no se trabaja, claro), a las 6 de la mañana tomé mis pocos pesos, mi Guía Roji, que es un súper mapa de la Ciudad de México y mi librito rojo, que había comprado y comenzado a leer recién saliendo de clase el día anterior y me fui a "conocer" México. A las 5 tesis, leídas en los camiones, las "peseras" y el metro, no les estaba entendiendo todo, pero lo poco que si, no me estaba gustando mucho.

Cuando regresé a la casa esa noche, me di cuenta que había perdido el miedo a la ciudad, desconocida y enorme, en algún autobús o en algún carro del metro y que también había perdido un poco de mi inocencia provinciana por culpa de Mao.

Al día siguiente, cuando empezamos la clase, Xico nos preguntó, con cara de “estoy seguro que ninguno”, quiénes habíamos terminado el libro. Tres del grupo lo hicimos.

Pero quién sabe qué cara puse que él me espetó de frente: ¿No te gustó, te pareció difícil?

- No me gustó y si me pareció difícil.
- ¿Eres de aquí?
- No. Soy de Puebla.
- ¿Eres católico?
- Si.
- Y no te gusta el comunismo.
- No.
- Y quisieras que los comunistas desaparecieran del mundo.
- Si.
- Quisieras destruirlos.
- Si.

Y entonces cambié. Todo mi pasado como mal estudiante terminó en ese momento. Entendí que entonces empezaba realmente mi vida universitaria. Este maestro no era como los de la secundaria o la preparatoria. Este maestro, y para mí entonces, todos los maestros universitarios, sí estaba dispuesto a atender a un simple estudiante provinciano sin nada que pudiera destacarse de él en primera instancia.

A ocuparse personalmente de que este estudiante aprendiera de verdad, aprovechara su oportunidad, fuera mejor persona que antes de la universidad.

Este maestro no me descalificó por no compartir sus ideas y puntos de vista. No me dijo que yo estaba mal o equivocado o mal informado o que yo era menos porque nunca había leído algo de o sobre autores como Mao o Lenin o Marx o porque sólo leía novelas o teorías acordes a la manera de pensar de mis padres o porque había leído la Biblia o las Confesiones de San Agustín o libros del Selecciones.

Este maestro era el opuesto de mis otros maestros. Este maestro mostró, desde el primer momento, que me respetaba. Este maestro encarnaba la contradicción de la que habla Mao en sus tesis filosóficas.

- Pues si quieres destruir algo, dijo, primero tienes que conocerlo lo más profundamente que puedas. No te preocupes. Yo te ayudaré a entender y ya tú decides qué quieres hacer con lo que aprendas.

Blas Torillo.

miércoles, 27 de junio de 2007

Mi primera clase.


Tomé la foto de estos Jóvenes
del sitio Diario.com.mx


La prepa se me estaba haciendo muy difícil y mi padre, supongo que pensando en mi futuro llegó un día diciéndome que había platicado con su amigo, dueño de una academia comercial (una escuela para secretarias y auxiliares de contador) para que diera clases.

¡Gulp! ¿Clases? ¿A mis 18 años, sin más experiencia en un aula que como alumno, y no precisamente de los mejores?

- Y clases ¿de qué podría dar yo?
- ¡De inglés! ¿De qué más? De algo debe servir el dinero que hemos pagado durante dos años para que aprendas.

Dar clases. En realidad nunca se me había ocurrido. En realidad, tampoco se me había ocurrido trabajar siquiera. Estaba muy cómodo haciendo planes para ir a la universidad, la que fuera, para estudiar una carrera la que fuera, siempre que no tuviera matemáticas como asignatura. Pero ¿dar clases?

Como no había caso en oponerme, le pedí ayuda a uno de mis profes de inglés, en la escuela particular donde estudiaba el idioma, y me dio unas copias de esas azules que olían horrible de su Teacher’s book, quesque para que pudiera seguir ese método.

Le entendía bien al inglés del libro, pero de lo que no sabía un comino era cualquier cosa que sonara a pedagogía o didáctica. No me gustaba la idea de “preparar clase” y menos la de calificar. Como que no quería entrar al grupo de los inquisidores represivos e injustos a los que tanto había criticado y que tanto me habían hecho ver mi suerte.

Un día pues, mi papá me presentó con su amigo, el dueño de la escuela y éste me dijo que empezaba al día siguiente. Que la maestra anterior había renunciado y que había que dar continuidad al curso.

Así, toda esa tarde me puse a “preparar clase”, para tener al menos algo qué decir. Miles de preguntas entonces fueron presentándose en mi mente: ¿y les deberé dar la clase en inglés, y si no entienden un ápice, y si no les gusta el inglés, y si me ven muy chavo, y si la riego, y si me ganan los nervios y me quedo callado, y si me preguntan algo que no sé…? En fin.

Llegó el día. Al entrar a la escuela, fui a la dirección porque me dijeron que el director o su esposa me iban a presentar al primer grupo. Pero no estaba ninguno de los dos.

Una secretaria me preguntó: “¿Usted es el nuevo maestro de inglés?”

Ahí me cayó realmente el veinte de lo que estaba por pasar: “El nuevo maestro”. ¡Y vaya que era nuevo! En mi vida jamás había soñado, pensado, pretendido, supuesto, imaginado ser maestro. Estaba a punto de botarme la carcajada, pero no me dieron tiempo ni para pensarlo.

- Ehh… Si…
- Su salón es el cinco, y ya es tarde.

Pues así solito (cosa que ahora ya parece mi destino; creo que sólo me han presentado unas 15 veces, habiendo dado clases en más de 250 grupos), entré al salón y me quedé helado: un aula larga larga larga, con más de 100 jóvenes, casi todas mujeres, que al verme se quedaron calladas y me calaron de inmediato: Éste está chavo. Es casi de nuestra edad (Lo que no era cierto; algunas de ellas eran incluso mayores que yo).

Y luego, lo raro que se volvió costumbre: Escribir mi nombre en el pizarrón, porque ya estaba harto de que no me entendieran al decirlo.

- ¿Blas Torillo?
- Si. Y a partir de este momento toda la clase, al menos ésta, será en inglés: Good afternoon class....

Fue lo único que se me ocurrió hacer para atraer su atención. Cualquiera que haya dado clases sabe que 105 alumnos no es un grupo sino una manifestación. Nadie hace caso, desde medio salón para atrás no se escucha nada de lo que el profe dice, la mayoría estará concentrada en hacer exactamente cualquier otra cosa distinta a la clase. Así que al menos darla en inglés podría resultar interesante.

Y así, preguntando cosas que sólo dos o tres medio entendían, escribiendo cosas que algunos más, quizá 12 o 15 copiaban en alguna libreta maltratada, y rogando al cielo para que los 50 minutos pasaran en 20, llegué al final de mi primera clase.

Dejé tarea, ¡oh si, por supuesto!: Para la siguiente clase me van a traer por escrito sus respuestas al siguiente cuestionario:

Nombre, edad, qué tanto sabes de inglés, qué canción en inglés te gustaría traducir y una pequeña explicación de para qué crees que te servirá en la vida saber inglés.

Otro día les platico qué hice con más de cien hojitas de cuaderno con esos datos, porque ahora lo único que recuerdo es que en la siguiente sesión tradujimos Yesterday, de los Beatles. Y a mí, con mis 105 primeros alumnos y alumnas atentos y atentas, oyendo la canción en un tocadiscos “portátil”, escribiéndola en su libretas, sentados todos alrededor, encima de las bancas, en las sillas o en el piso, emocionados de medio empezar a entenderla, cantándola mal pronunciada, me gustó muchísimo.

Aunque tuve que esperar casi seis años para mi siguiente curso, esa, mi primera clase fue un descubrimiento. Me descubrí yo mismo haciendo algo para lo que había nacido.

¿Dar clases? ¿Y por qué no?

Blas Torillo.

miércoles, 20 de junio de 2007

El Batimóvil.


Tomé la foto del Batimóvil
del sitio solocomics.blogspot.com


Estaba en la primaria. Quizá 9 o 10 años. Todas las tardes, de 4 a 6, teníamos “deporte”, que era una especie de clase de educación física combinada con el juego que más le gustara al profe.

Primero me inscribí en volibol, pero luego entré a gimnasia, no porque quisiera volverme un as, sino porque la niña que me gustaba estaba en eso. No hacíamos nada allí, fuera de brincar en la “cama elástica”, conocida hoy como tumbling, y dar vueltas y vueltas en los “colchones”, unas colchonetas verdes horribles, que olían horrible, forradas con lo que ahora sé que era la “última” tecnología de entonces: lona plastificada.

Pero lo mejor era irnos “de pinta”, “volarnos” la clase dirían ahora. Toño y yo, ya no sé cómo, nos escapábamos al terreno de atrás de la escuela que era un tiradero de escombro. Hoy, es un jardín público más o menos bonito, pero entonces era todo nuestro. Y allí íbamos a jugar a los alpinistas. Creo que su papá había subido alguna o varias a las montañas de por acá y eso nos daba pretexto.

Nos pasamos buenas tardes ahí. Imaginábamos cordilleras completas y ascensos “peligrosos”, al tiempo que buscábamos cosas sin saber en realidad qué.

Un día, con el sol poniéndose tras una de las "montañas" y detrás de ella el Popocatépetl en todo su esplendor, encontramos un coche de plástico azul claro con la fantástica forma del batimóvil. ¡Uf! Era grandioso. No tenía más que un juego de ruedas, de esas que van unidas entre sí por un alambre y que se encajaban en dos pinzas del "chasis" del coche. Estaba todo despintado y medio abollado por aquí y por allá, pero era nuestro Batimóvil.

Ese juguete se convirtió en el primer vehículo todo-terreno que tuve (y el único a la fecha). Lo metíamos a los charcos, subía las “montañas”, corría en las “carreteras” a toda velocidad, volaba de pico en pico y cada tarde que jugamos con él, terminaba enterrado en un lugar estratégico, elegido por Toño y por mí, para que en la siguiente oportunidad, volviéramos a viajar donde nos llevara.

No sé cuándo dejó de interesarnos, pero un día, después de muchas semanas sin buscarlo, cuando lo intentamos, ya no estaba en “su” lugar. Alguien, lo había encontrado y nos lo había “robado”, dijimos entonces. Pero lo más probable es que algún camión de escombro le haya echado más encima y quedó así enterrado para siempre. O quizá algún otro par de amigos lo haya encontrado. Ojalá.

Blas Torillo.

martes, 19 de junio de 2007

Mi primer libro completo.


La foto de la Enciclopedia estudiantil
la tomé del sitio Mercado libre.


Quería leer. Estaba en tercero de jardín de niños y me escocían las ganas por leer. Un día, la maestra nos preguntó quiénes ya leíamos y yo, todo orondo, levanté la mano.

Nos pusieron en fila y nos fueron pidiendo uno por uno leer algo. Cuando llegó mi turno, después del de Martha, no supe leer lo que me pusieron enfrente.

- ¿Pues no que sí sabías leer?, me dijo la maestra.
- Es que ese no es mi nombre. Yo leo, pero mi nombre.

Por esos días en mi casa se leía el Memín Pinguín (así, sin diéresis, porque viene de pingo, travieso, aunque luego porque la costumbre se hace ley, le pusieron la diéresis).

Cada ocho días mi papá llevaba la revistita y yo como que la leía. Con uno de tantos ejemplares, mi hermana Josita me dio quizá su primera clase. Al verme con la revista en la mano, me dijo:

- Ven. Te lo leo…

No recuerdo ahora qué decía pero me lo aprendí de memoria, al menos las primeras páginas y entonces, cada semana tenía el asunto resuelto. Cada número nuevo decía al principio lo mismo que me había leído mi hermana. Así, hasta que se volvió aburrido porque la historia no cambiaba, aunque los dibujitos sí.

Quería leer. Y llegué a primero de primaria. Sin hacer un argumento sobre lo que hoy se enseña o no en preescolar y en primaria, ese año, 1967, comencé en verdad a aprender. Poco a poco empecé a devorar desde los letreritos más pequeños de las medicinas de mi madre, hasta los encabezados del periódico, pasando por los letreros de las tiendas en la calle, los recados en el pizarrón de la escuela, el Selecciones de mi mamá y, desde luego, los libros de la escuela…

Desde el ácido acetilsalicílico, hasta el clásico “Ese oso se asea”, al menos para mi generación. Pero no me bastaba. Me di cuenta que leer era aprender y aprender era saber y saber era la cosa más padre que había sentido hasta entonces.

Por fin, en segundo de primaria, mis papás consintieron y un día llegó él con el primer fascículo (aprendí ese día cómo se llamaban) de una a partir de entonces muy famosa “Enciclopedia estudiantil”. En tres o cuatro días, lo leí todo.

La siguiente semana lo mismo, y así por casi dos años. Todos los tomos. Leídos completos, desde que llegaba el folletín de esa semana. Aprendí un montón de cosas que seguro ahora no recuerdo, pero me sirvieron para, por ejemplo, hacer las tareas más rápido que mis amigos y apantallar a mis primos, que era en lo único en lo que los superaba (ellos o tenían más dinero, o se creían mejores, o eran más atléticos, más altos o tenían más amigos... o al menos eso decían).

Ahora que el tiempo ha pasado, puedo decir con mucho orgullo que el primer libro grande no escolar que leí completo fue la Enciclopedia estudiantil, en fascículos coleccionables. No sé si me la aventaría otra vez…

Blas Torillo.

Recordar.


Esta foto mía la tomó mi padre.


¿De qué está hecha una autobiografía? No de las cosas que pasaron, sino de las que recordamos. Las buenas y las malas, las efímeras y las duraderas, las que dolieron y las que gozamos, pero siempre las que nos marcaron por cualquier razón.

Los recuerdos son como las pilas de nuestra vida. Los proyectos surgen de ellos y a partir de nuestro pasado, le decimos al mundo porque es así nuestro presente. Pero lo mejor de los recuerdos es que están.

Aprendemos de ellos, nos regodeamos en ellos, nos solazamos en ellos y nos damos permiso de traerlos cada que nos hacen falta.

A veces, lo que hacemos es maquillarlos, ponerlos presentables para que nuestro presente se sienta más cómodo por lo que hicimos y a veces el maquillaje se nos acaba y no podemos más que darles de nuevo la bienvenida como están, sin máscara.

En ocasiones los recuerdos duelen, pero poquito. En ocasiones añoramos la felicidad que fue. En ocasiones sólo tenemos retazos y a veces todos los rostros son mejores que ahora. Pero los recuerdos son parte nuestra. Nos definen, nos delimitan, nos alientan o nos deprimen. En fin. Son todo eso y todo lo que no me acuerdo.

Blas Torillo.