miércoles, 24 de diciembre de 2008

Navidades.


La foto de Tecali
es mía


Tendría unos 5 o 6 años en la última navidad que recuerdo que pasamos en casa de mi abuela Marinita, madre de mi madre.

Ella vivía en Petlalcingo, un pueblito al sur de mi estado, donde había al menos cuatro cosas que recuerdo con claridad: la calle frente a la casa, el enorme atrio de la iglesia enfrente, los patios de atrás donde estaban las vacas de mi tío y la "fruta de horno", unas rosquitas dulces de pan y una galletitas en forma de flor que eran deliciosas.

En esa navidad, de la que seguramente estaré concentrado historias en una sola de las varias navidades que pasamos allá, nos reunimos todos los primos, los hijos de mis tíos Memo, Nacho y Lupita, así como mis hermanas y yo.

De mi tío Memo, que venían desde el norte del país, creo que entonces vivían en Monclova, Coahuila, llegaron mi tía Tulitas, y Memo, Fernando, Lupita, Grisi, Alicia, Glenda y no sé si ya habría nacido Tulitas jr.

De mi tío Nacho, Quena, Nacho, Laura y Beto, éste de mi edad menos tres meses y por supuesto mi tía Lupita Fuentes.

De ahí mismo, Petlalcingo, Petla de cariño, aunque después vivieron en Tabasco y ahora en Tlapacoyan, Veracruz, mis tíos Juan y Lupita Medrano, hermana de mi mamá, pero ellos no tenían hijos aún.

Medio entre nubes, recuerdo una gran mesa barnizada con un color rojizo "vino tinto", en donde cabíamos todos sentados. Era, como digo, grande en verdad. El comedor era algo así como el lugar de las reuniones familiares en pleno, porque sólo se abría en esas fechas. Había cosas ahí que no podíamos ni tocar y desde luego era rápido el regaño si subíamos los pies a las sillas o maltratábamos algún mueble.

Por esas fechas, Beto era como mi hermano. Jugábamos de todo y allá era puro correr y reír. No recuerdo haberme enojado alguna vez con él y desde luego, menos en esa navidad (o navidades, porque ya dije que quizá estoy revolviendo eventos).

Cenamos no sé qué, pero tengo claro que había agua fresca de algún sabor, quizá jamaica, y pastel. ¿Por qué pastel? No tengo idea, pero casi lo puedo saborear.

Después de cenar, ya para dormir, en una sala que estaba al otro lado del patio, casi como cuarto de entrada de la casa, acomodaron muchos petates y sus respectivas colchonetas encima para todos los primos y primas. Esa sala tenía el techo muy alto, sillas de palma bonitas y muy cuidadas, pero creo que eran muy viejas ya y además había en la pared principal una imagen de un Cristo enorme que me daba miedo.

¡Y empezó el relajo!. No sé muy bien ni qué ni quién ni cómo, pero sí recuerdo que nos divertimos como enanos, aventándonos las almohadas y haciendo bromas de las piyamas o del lugar donde vivíamos o de cualquier cosa.

Reímos mucho, jugamos mucho y nos desvelamos "mucho". A las doce y media de la noche, entró mi abuelita Marinita, una mujer dura pero dulce, firme pero tierna, a decirnos que iba a apagar la luz y que debíamos dormir ya.

No sé si le hicimos caso, o si sólo "los grandes" siguieron platicando, pero para mí, esa fue una de las mejores navidades de mi vida. Y miren que han pasado ya algunos añitos desde entonces.

Sagrado lugar, Petlalcingo. De él, en otra ocasión les contaré más cosas.

Mientras tanto: ¡Feliz Navidad (esta también deberá serlo)!

Blas Torillo.

PS. Puse la foto de Tecali, porque me recuerda la barda que rodea el atrio de la iglesia de Petla, aunque no es precisamente igual.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Rocío.


La foto del Rocío
es mía


Ya son las seis. En mi casa seguro están a punto de comenzar a enojarse y a preocuparse al mismo tiempo. Así es mi padre. Pero ella es todo lo que existe en este momento.

Desde hace días he querido decirle que me gusta, que pienso en ella más que en las clases o en las tareas o en los amigos y que me encanta su cabello rubio. Pero nada pasa. Me gana el miedo al rechazo y las posibilidades reales de que ella esté encandilada por uno de mis amigos.

Sin embargo, hoy, este día tendré que hacer algo. Algo para lo que nadie me ha preparado y de lo que nunca he tomado clases. Hoy le diré que la amo.

No sé bien a bien qué es el amor, aunque creo que nadie lo sabe bien a bien, pero estoy seguro, casi, que la amo. Pienso en ella y me digo que su persona es la representación más viva del amor, tanto el de las novelas como el de las parejas que veo en la calle todos los días.

Quedamos de vernos a esta hora en una de las puertas de salida de la escuela y yo ando que me muero de los nervios. Tener 13 años es ser prácticamente un adulto en estos tiempos y las cosas deben suceder como lo he planeado: Ella llegará con su vestido limpio, blanco, el bonito que tiene y que le sienta tan bien. Con su sonrisa que deslumbra y con la mirada aquella, la que me tiene absorto el seso desde hace semanas.

Después de saludarme me dirá que para qué quiero verla y seguro se me quedará mirando como siempre me mira cuando quiere ponerme nervioso. Pero he tomado mis precauciones. Primero, no debo ponerme nervioso, o al menos no mucho aunque no sé cómo lograrlo. Seguro que mi padre me daría algún consejo, si hablara de estas cosas con él, pero no. No me ha aconsejado nada. Después tengo que hacer acopio de mi inteligencia, que a veces creo que es mucha y otras que no existe en absoluto, para responder más o menos coherentemente. Decir cosas que no la hagan irse, pero que tampoco la apresuren. Tercero y más difícil que cualquier otro paso, acercarme a ella, tomarla de la mano, decirle que la amo, besarla tiernamente, vernos a los ojos después de eso, sonreír y comenzar a andar por la calle, en la tarde de mi triunfo.

A partir de eso, comenzar el mejor noviazgo de la historia. Nada de Romeos y Julietas desmoronándose por amor y nada de Otelos y Macbeths, llenos de celos o de fantasmas. No. Un noviazgo de antología, uno de esos de los que la gente seguirá hablando cuando estemos muertos, uno de esos que se volverán película y de donde aprenderán todos los que nos sigan cómo hacer del amor, el amor verdadero.

Se ha retrasado un poco. Son las 6 y 10 y no la veo venir. Pero ya llegará. Mientras, debo hacer ejercicios mentales de cómo será la escena definitiva. En realidad nunca he besado a nadie como se debe, aunque no sé bien cómo se debe. Puros besitos de trompa y alguna que otra caricia en la mejilla. Algo de rubor y sonrisas traviesas, pero sin amor. Puros juegos pues. Las cosas seguro serán distintas hoy, en cuanto ella llegue. Besarla es como graduarse y he preparado mucho este momento como para echarlo a perder.

Desde hace semanas, desde que me di cuenta de que en realidad es hermosa, desde que descubrí la existencia de sus ojos, sus labios y su cuerpo, no he hecho más que imaginar este día. Han pasado tantas cosas desde entonces. La ayuda, por ejemplo, que me dio Toño para presentarnos, aunque estamos en el mismo grupo. ¿Me creerás que nunca había hablado con ella? Pero así es el miedo y la inexperiencia. Porque a pesar de todo me doy perfecta cuenta de que lo único que me falta es eso. Experiencia. También está el hecho de que a ninguno de los dos nos gustan las matemáticas, aunque a ella eso no parece afectarle mucho en sus calificaciones. Y la ayuda invaluable de Perla, su amiga, que nos puso en este trance y que me animó con sus palabras de ayer: -Dile... ella está esperando que te avientes y le propongas que sea tu novia. Te va a decir que sí. ¡Ándale!

Seis y cuarto y ni su luz. Los pensamientos negativos están empezando a aflorar. A ocupar el lugar del que los desplacé esta mañana. ¿En verdad será que quiere ser mi novia? ¿Se habrá arrepentido de venir? Quedamos muy formalmente hoy después de la clase de las 10, y me dijo mil veces que aquí nos veríamos. ¿No le habrán dado permiso de salir? ¿Se habrá enterado su mamá y le habrá prohibido venir a verme? ¡O su papá! ¿Se accidentó... se cayó del camión... se olvidó simplemente y mañana me dará la mejor de las excusas...?

¡Por fin! Acaba de dar vuelta a la esquina y viene para acá. Los nervios me consumen. La lengua está como atorada. Mi mente da de vueltas sin parar y me sudan las manos como nunca. Se acerca. No tiene el vestido blanco sino unos sencillos pantalones de mezclilla y una blusa amarilla que hace juego con su pelo. Cada segundo está más cerca y cada segundo el valor que ya tenía se escurre a no sé dónde. El sol poniente le da en la espalda y eso la hace verse aún más hermosa, como en cámara lenta, con el pelo suelto y las manos acariciando el viento. Estoy a punto de comenzar la mejor parte de mi vida y tengo miedo. Mucho miedo. Desde lejos me ve y se sonríe. Apresura el paso y poco a poco, casi corre hacia mí. Yo doy dos tímidos pasos en su ruta y cuando estamos a la distancia perfecta para escuchar nuestras voces, ella me suelta un -Perdóname por la tardanza. Me salí de la misa. Mi mamá me llevó y ahora está a la mitad. Es en la iglesia de aquí a la vuelta. ¿Vamos? ¿Me acompañas? Dime rápido porque ella ya debe estar volteando a buscarme porque le dije que iba al baño. ¿Vamos?

¿Y todo lo que había querido decirle? ¿Qué pasó con el beso planeado y con su mano en la mía? ¿Qué con el paseo bajo la sombra de árboles a media tarde; qué con el futuro?

- ¿A misa? ¡Vamos pues! Pero córrele porque nos regañan...

¿Y mis padres? Seis y veinte. Se van a enojar, sin duda. Pero aunque sea por hoy, tomados de la mano, vamos juntos por la calle. Ya mañana veremos qué más pasa. Al fin que no todos los días alguien con quien quiero compartir mi vida, o al menos esta parte, me invita a misa.

Blas Torillo.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Inseguridad. Una historia más.


Tomé la foto de la pistola CZ_100
del sitio Network54.com


Era 2004, el 11 de mayo para ser exactos y estaba en la tienda de pinturas de David, ahora mi amigo, entonces mi cliente. Su local, era sencillo, con un mostrador, botes y cubetas de pintura en anaqueles ad hoc, una caja registradora, un teléfono, dos bancos para los clientes, todo dando a la calle, con sólo una cortina metálica para cerrar. Había una puerta pequeña en la pared de atrás, para salir a un patio que daba al baño y a otro cuartito donde estaba la computadora y los archivos de documentos de la tienda. Estábamos como cada sesión, analizando qué y cómo podíamos hacer para que su empresa tuviera más ventas y así casi nos llegó la hora de cerrar.

Faltando unos 15 minutos para las 6 de la tarde, llegaron dos señores a preguntar algo sobre colores y texturas.

- Es para mi madre, dijo uno de ellos, alto, gordo, como de unos 40 años. Ayer no pude verla y quiero regalarle la pintura de su casa por el día de las madres. (En México lo celebramos el 10 de mayo).

El otro sujeto, chaparro, delgado, moreno, con el pelo pintado de amarillo, de unos indescifrables 35 o 45 años, nomás se sentó en uno de los bancos para clientes.

Después de ver durante unos momentos los catálogos y preguntar por precios y condiciones, el primero nos preguntó si podíamos esperarlos. Su mamá vivía, según esto, en un conjunto habitacional cercano. Le llevarían los muestrarios para que decidiera el color y regresarían a comprar lo necesario.

David dijo que sí, que usualmente cerraba a las seis, pero que si no tardaban, los esperaríamos un poco más.

Salieron y David y yo seguimos platicando, ya preparando las cosas para cerrar. Ese día no llevaba la computadora, sino sólo una libreta de apuntes.

Poco antes de las seis, vimos que los sujetos regresaban.

Entraron. Primero el sujeto alto, dándose la vuelta para bajar la cortina, al tiempo que el otro pasando el dintel, desenfundaba una pistola revólver para encañonar a David, dando la vuelta al mostrador y el alto sacando una pistola escuadra, parecida a la de la foto que pongo, apuntándome, dándome cinco o seis golpes con la boca del arma en la frente.

- ¡Esto es un asalto cabrones! ¡Al piso!, grito el grande.

- ¡Las llaves de la troca, cabrón, las llaves! le grito a David el chaparro que le apuntaba.

- ¡El candado de la cortina! ¿¡Dónde está el candado de la cortina, hijos de la chingada!? ¡O me lo dan o se los carga! ¡Este es su último día... !

Todo pasó en menos de un minuto.

David les dio las llaves de una camioneta pickup nueva que el papá de su novia acababa de comprar y que ella le había prestado para descargar algo de producto en la tienda, dos candados, el celular y su billetera.

A mí me quitaron mi celular y una navaja suiza que siempre cargaba.

Arrancaron el teléfono de la tienda y lo tiraron al patio de atrás, junto con las llaves de los candados, pusieron uno de éstos en esa puerta y nos tiraron al piso, nos amarraron con cordón (cuenda, lazo, como quieran decirle, de ese que es de algodón) boca abajo, las manos atrás, enlazadas con el amarre en los pies, lastimándonos un poco más que bastante.

Con lo poco de efectivo que había en la caja, las llaves de la camioneta y nuestras cosas, salieron, cerraron la cortina de nuevo, dejando puesto un candado por afuera para impedirnos salir y avisar a la policía.

- Nos la hicieron, me dijo David, sorprendentemente calmado.

Estábamos tirados en el piso, encerrados, incomunicados y adoloridos crecientemente por la ligadura de los amarres en muñecas y tobillos.

- Nos la hicieron David... y lo peor es que...

En ese momento escuchamos el chirriar de las llantas de la camioneta y las carcajadas de los sujetos.

- Me van a madrear por la camioneta, dijo David.

- No te preocupes ahora por eso... estamos vivos. Realmente la vimos cerca. Me duele la frente y la pierna izquierda.

Entonces me di cuenta que el alto me había pateado al final, además de todo, pero ¡estábamos vivos!

- Tenemos que salir y avisar, pero ¿cómo?, me preguntó David.

No sabía. No tenía la más mínima idea de cómo íbamos a salir de ahí, sin llaves, sin teléfono, tirados y muy espantados. Conforme pasaba el tiempo, nos fue cayendo el veinte de qué había pasado y de nuestra situación.

En algún momento, David recordó que tenía un encendedor en uno de los anaqueles y pasó un tiempo en que pudo hacer algo para tirarlo al piso, junto a nosotros. Cuando lo tuvo en las manos, con trabajos ambos pusimos nuestras manos cerca y comenzó, con mi acuerdo, a quemar la cuerda que me amarraba a mí. Me quemó las muñecas también, pero era el único modo.

Al final, después de un rato en que me desamarré, me puse a quitarle los amarres a mi amigo.

El problema, mientras nos dolíamos de las manos y los tobillos, era cómo salir. Afortunadamente los fulanos sólo pusieron candado a uno de los extremos de la cortina, así que medio pudimos levantar la otra orilla. Pero fue poco. Quisimos usar un bote de pintura como cuña para sostener poco a poco, cada vez más, la cortina, pero no estaba dando resultado. Y no teníamos cómo avisarle a nadie. Gritábamos, pero o nadie hacía caso o nadie pasaba por frente a la tienda. Al final, medio deseperado, David se arrastró por el mínimo resquicio que pudimos lograr y alcanzó a salir. Fue a una tiendita que estaba a unos metros para llamar por teléfono a la policía. Raudos, en menos de dos minutos llegó una patrulla, aunque ya habría pasado casi hora y media desde el asalto.

No nos sabíamos las placas de la camioneta, y la policía nos las pedía insistentemente "para ver si los podemos detener". Hum. Para esas horas los fulanos podrían estar ya en la Ciudad de México, en Jalapa o Tehuacán, si hubieran tomado la dirección contraria, o en Cuernavaca o en cualquier lado, menos donde la policía quería comenzar a buscar. Les adelanto que nunca se recuperó la dichosa camioneta.

En la tiendita donde habló David por teléfono nos ofrecieron café y pan salado, para el susto y luego de que los polis tomaron nuestros datos nos pidieron que fuéramos a levantar la denuncia.

Antes de eso, David le habló a su novia y se puso más asustado aún. Ella estaba realmente enojada y como que no le creyó mucho nuestra historia.

En fin. Nos subimos a mi coche que estaba estacionado en la acera de enfrente y, como estaba viejito, supongo que ni siquiera les pasó a los fulanos pensar en él como botín.

Fuimos primero a la delegación que nos habían dicho, la misma de cuando el accidente de Oli, mi esposa, pero ahí ni nos pelaron. Nos dijeron que teníamos que ir a otra delegación del Ministerio Público, la de delitos culposos, no sé por qué, pero allá fuimos. Llegando buscamos un teléfono público para avisar a nuestras familias dónde estábamos y qué estaba pasando. Serían quizá como las 9 de la noche y nos hicieron esperar hasta las 10 más o menos.

La sorpresa, la auténtica historia de terror ocurrió ahí. De entrada, después de dar los primeros datos personales y la versión corta de lo sucedido, detuvieron a David. Lo llevaron a los separos y lo tuvieron ahí por unas 3 horas, incomunicado, sin zapatos, sin cinturón, sin suéter, acusándolo de haberse autorrobado la caminoneta.

A mí, me llevaron a una oficina donde me interrogaron por relevos, tres personas: una licenciada (supongo que en derecho) que decía ser la agente del ministerio público, y dos policías judiciales: Que qué relación tenía yo con el dueño de la tienda, que a qué me dedicaba, que cuánto tiempo tenía de conocerlo, que desde cuándo había firmado el contrato de consulta, que cuánto me pagaba, que quiénes eran mis amigos, que si podía demostrar que ese era mi trabajo con mis declaraciones fiscales, que cuánto tiempo tenía haciendo eso, que por qué habíamos establecido ese horario, que si mi familia, que si podía demostrar los años que tenía de residir en Puebla, que cuánto ganaba, que cuántos coches, casas, computadoras, negocios tenía, que si tenía asuntos con el narco (no quiero imaginar qué preguntan hoy y cómo), que qué y dónde había estudiado, que cuántos años tenía, que por qué tenía tantas canas (y al rato, que por qué no tenía tantas canas), que si mi ropa era de marca, que si la había comprado en el mercado, que si la navaja que me robaron era original o si era pirata, que si compraba muchas cosas piratas o que si compraba muchas cosas originales, que qué era exactamente lo que hacía con cada cliente, que qué era exactamente lo que estaba haciendo para la tienda de David, que si sabía escribir a máquina (nunca supe o pude intuir para qué serviría saber eso), que si sabía de leyes o si tenía abogado, y así... sin parar, pero con esos silencios que a veces muestran en la tele o en las películas, para ver si decía alguna tontería o me contradecía de algún modo. Y no me dejaban hablar con mi abogado, "porque no estaba yo siendo acusado de nada".

Duro y sin pausa. No dejaban de preguntar. Casi cuatro horas. Uno, según, escribía todo lo que yo iba diciendo, porque se suponía que estaba haciendo el acta con mi declaración, pero luego supe, porque tuve que firmarla, que nomás puso lo que se le pegó su gana. Cuando quise corregir, me dijeron que no importaba, que yo estaba casi libre (¡¡¡ ¿acaso estaba detenido? !!!) y que el que pagaría por todo era David.

Que si lo quería acusar, lo dijera en ese momento porque después nadie me iba a creer, que después no podría cambiar mi declaración, que si sentía que él había preparado todo para hacerlo parecer más real y que sólo me había usado, debía denunciarlo.

¡Estaban locos! ¡Locos de remate!

No nos creyeron ni un poquito.

Estaba realmente asustado y lo fueron logrando quienes se suponía debían defendernos, preguntarnos qué camioneta era, qué características tenían los asaltantes, qué detalles recordábamos. Pero no. ¡Nos estaban acusando y cuando yo deje de ser sospechoso, querían que acusara a mi cliente!

¡Locos de remate!

Al final, dejaron salir a David, lo hicieron firmar un acta que no sé cómo obtuvieron y lo citaron para el día siguiente, a las 9, para ratificar la denuncia. Eran las 4 de la mañana.

Y a él aún le faltaba dar la misma explicación a su novia y a su futuro suegro. Supongo que fue menos traumática que la que habíamos vivido allí.

Por eso no me disgustó tanto aquél "al diablo con sus instituciones", porque ya ven: cuando uno quiere que nos protejan, lo que logran es que les tengamos tanto o más miedo que a los delincuentes honestos, es decir, los que no tienen reparo alguno en decirnos que lo son, sin ocultarlo.

Fui a dejar a David a su casa y después me fui a la mía. Hambriento pues no teníamos ni un quinto y no habíamos comprado nada para comer, somnoliento porque estas cosas cansan, además de la desvelada, asustado, muy asustado porque en realidad estuvimos a punto de morir o de ser encarcelados sin deberla ni temerla, pero sobre todo muy, pero muy enojado. Mucho quiero decir. Estaba que me llevaba el diablo de coraje.

Pero bueno. Pasaron ya más de cuatro años. David cerró la tienda a los pocos meses y ahora trabaja en una empresa, ahí nomás de director general y yo, pues aquí sigo. Ya ven.

Blas Torillo.

miércoles, 13 de agosto de 2008

María.


La foto de María
es mía


- Y tú, ¿cómo te llamas?

- Blas, ¿y tú?

- María.

- No. No es Blas. Es Blasito, porque lo quiero mucho, dijo Ana.

- ¡Ay si! ¡Blasito! Medio sangrón el nombre ¿no? ¡Blasito!

Era 1979 y estaba en segundo trimestre de la carrera. En el salón estábamos Ana Grinberg, mi amiga desde primero, que hace poco supe que estaba dando clases en alguna universidad de Estados Unidos, María Chacón Calderón y yo. Así la conocí.

Ella también estaba estudiando comunicación en la UAM-X, pero todavía en otro salón, debido a la organización de la escuela.

No sé cómo, pero comenzamos a llevarnos más o menos bien, sin que nuestra amistad fuera destacable por algo. Pasó el tiempo y cuando llegamos a cuarto trimestre, comenzando el segundo año de nuestra licenciatura, nos tocó juntos. También estaban Beto, Lupita, José Arturo, Ceci, Carmen y Fabricio, entre los que recuerdo que compartíamos grupo.

María era linda (hoy lo es más, sin duda) y además estudiosa. No sé si lo de la escuela, pero le encantaba leer. De todo, como a otros de los compañeros. Esto fue sin duda factor para solidificar nuestra amistad. Pero también le gustaba escribir, como a mí. Y aprovechamos el gusto enviándonos cartas en cada vacación. Había tratados y recados, pero nos escribíamos mucho.

Muchas veces me dio cobijo en su casa, y hasta me asignó su "estudio" (para cuando se me hiciera tarde para regresar), que era el cuartito de servicio del depa donde vivía. Allí, en medio de cuatro paredes blancas y una alfombra roja, un librero viejito, una mesita que no recuerdo si llegaba a escritorio, un tocadiscos portátil, los discos de Silvio, entre los que destacaba Rabo de Nube y muchos libros, nos pasamos horas, cientos de horas, platicando, escuchando música, fumando delicados con filtro, viendo el techo, llorando, leyendo poesía en silencio o en voz alta, recordando, pensando en nuestro presente, entonces, y en nuestro futuro, incierto todavía, pretendiendo comprender a nuestros padres y sintiéndonos incomprendidos por ellos, compartiendo nuestros silencios, nuestros dolores, nuestros logros, nuestras aventuras y desventuras, las preocupaciones y las risas. Y si hacía frío, nos metíamos a su casa, y en la sala era donde vivíamos todo eso.

Allí nació en realidad nuestra amistad. La profunda. La eterna.

Casi para terminar de estudiar, se fue a vivir con Ceci a un departamento cerca de la Alberca Olímpica y ahí las fui a ver, a las dos, un día, entonces con pocas cosas de la escuela en común.

Yo regresé a Puebla y poco después María se casó (fui a su boda ya de la mano de Oli, que estaba entrando en mi vida como un torbellino), dejamos de vernos, pero seguimos escribiéndonos, de todos los temas, pero con uno solo: éramos amigos.

Pasó el tiempo. No volví a verla y las cartas tomaron un descanso. Cuando por fin me animé a escribirle de nuevo, ocurrieron las cosas esas de la vida que uno no sabe bien a qué atribuirlas. La carta le llegó el día en que se estaba cambiando de casa, después de la muerte de su mamá. La guardó en alguna caja y la encontró mucho después. Pasaron 4 años para que me contestara.

Si yo hubiese enviado esa carta un día después, si ella hubiese salido con la mudanza una hora antes, si no hubiese tenido una caja segura donde ponerla o si no hubiese tenido tiempo y modo de revisarla, ya en casa con su nuevo esposo y dos hijos, nuestra amistad no sería más que un bonito recuerdo de cuando fui universitario por primera vez.

Pero todo eso pasó y me mandó una carta apoteósica, (lo sería sólo por los 4 años de factura), donde me contaba todo esto y más. La respondí, ya a su nueva dirección, con otro libro y así seguimos.

Un día, de mi trabajo en 1995, me mandaron a México por algo y como la dirección era cercana a la que yo tenía apuntada de ella, pues fui, sin avisar.

Llegué. Toqué el timbre. Nadie acudió. Y de nuevo la suerte, el destino o la casualidad: Cuando ya me iba, pensando en lo absurdo de no avisar una visita en una ciudad donde todo se relaciona con el tiempo, me di la vuelta cuando me gritaron: ¡Blas! ¡Blasito!... Era María, regresando con prisa de no sé dónde, queriendo sólo recoger algo que olvidó en la casa. Canceló lo que iba a hacer, me invitó a pasar, le habló a Ceci, su comadre, por teléfono para que fuera, sin decirle que yo estaba ahí y, pues sí, nos pusimos a platicar. Me mostró su casa muy orgullosa, me dijo de sus logros y de sus pesares y comenzamos de nuevo a darle una retocadita a la amistad ya entonces de muchos años, pero más de palabras, palabras de aire y de tinta.

Volvimos a nuestra epistolar relación y conocimos a nuestros hijos y parejas, nuestros proyectos y sueños, nuestros fracasos y dolores.

Un día me dijo que tenía problemas con su empresa. Que su nueva pareja, Roge (un tipazo en realidad), y ella estaban intentando de todo para sacarla adelante, pero que la situación era difícil. Y no me podía negar a ayudarla. Fui a México, firmamos un contrato que comparado con otros, era más bien de paga simbólica y nos pusimos a diseñar su rescate. Pero en efecto, la situación era ya muy delicada y tuvimos que suspender los trabajos. Sin embargo comenzamos a llenar el espacio de bits y de proyectos.

La última vez que la vi, antes de escribir esto, fue el 5 de enero de 2006. Fui a la última sesión de consulta y después me acompañó a buscar una compu como ésta en la que escribo y que en esa ocasión no compré. Recuerdo que al salir de su casa en la que me asiló esa noche (una vez más), vi un regalo que le dejaron los Reyes Magos: una carta.

Entre el bendito correo electrónico, que a su ritmo, pero no se ha detenido, y las ganas de seguir platicando, ella me acaba de enviar otra carta-email, donde me cuenta de cómo le está yendo bien a ella y a sus hijos, cómo la vida parece sonreírle de nuevo y cómo otra vez, está en paz consigo misma y con el mundo. Me pidió que le contestara, pero mejor le preparé este post, que es también un homenaje a la amistad profunda.

A María, mi amiga, la de siempre, la eterna, la que sé que está y estará. Te quiero mucho.

Blas Torillo.

PS. Te cuento amiga, que aparte de los problemas de dinero, que son como la cosecha de mujeres, ¡todo bien!

domingo, 22 de junio de 2008

Por primera vez en Cuetzalan.


La foto del Letrero de Cuetzalan
es mía


Por algún motivo no había podido viajar a Cuetzalan ya en el último año de la carrera. Todos mis compañeros habían ido, menos Beto y yo.

Por eso, en las vacaciones de la Semana Santa de 1984, partimos para allá, desde Puebla, el miércoles. Fue toda una experiencia, porque para empezar, el camión que tomamos no llegaba hasta allá. Se quedaba en un ciudad chiquita, también en medio de la sierra, que se llama Zacapoaxtla. Esa, precisamente, de donde vinieron los campesinos e indios a luchar contra los franceses en 1862.

En Zacapoaxtla, a las 11 de la noche de un miércoles santo no hay donde quedarse. Todos los mesones y hotelitos están llenos y nadie viaja a esas horas, los 40 kilómetros de curvas que hay hasta Cuetzalan. Nos dispusimos a buscar donde quedarnos, fuera lo que fuera y por fin nos alojaron en una posada pequeñita, medio oscura y húmeda, por una cantidad que lo único que recuerdo es que nos pareció un robo. Dormimos lo mejor que pudimos, habiendo cenado no más que unas "garnachas", tortillas dobladas con papa y queso adentro, medio fritas, servidas con salsa y crema. En realidad, muy ricas.

Al otro día, temprano desayunamos huevos duros (cocidos o hervidos, para que sepan de qué hablo), pan de dulce y algo de beber. Y comenzamos a buscar cómo irnos a Cuetzalan. Tomamos un taxi, que funciona más como ruta, y en el que hay pasajeros distintos, con diferentes destinos, que se van sustituyendo por otros en el camino. Así, después de un viaje medio "trompicado", llegamos a Cuetzalan como a las 12 del día.

Nos instalamos en un hotelito que todavía existe, llamado Posada Jaquelin, en honor de una de las hijas del dueño, creo. Cuartos pequeños, de hecho tan pequeños que para todos, había solo un baño para hombres y otro para mujeres, ambos a mitad del pasillo, en el descanso de la escalera. Sábanas húmedas, casi mojadas (ahora sé que así es hasta en el hotel más caro, pues). Niños ruidosos y olor a tierra mojada por todos lados. Pero con una terraza muy padre, donde prácticamente nos apropiamos de las dos sillas de playa que tenía durante todo nuestra estancia.

Después de instalarnos, salimos a conocer: el zócalo, las callejuelas, la gente, los olores, el cielo medio nublado, las tiendas claramente mestizas y los puestos, pocos en ese Jueves Santo, claramente indígenas. Nos sentíamos como viajando al pasado de nuestra patria. Comimos como a las 4 y nos regresamos al hotel, bañados en sudor, por la humedad y contentos. Más noche, después de un baño casi ritual (había que esperar a que salieran otros huéspedes que estaban en el mismo proceso, haciendo fila, sin poder salirse porque nos ganaban el lugar), salimos de nuevo a caminar y encontramos una cantinita a la que entramos, Beto a echarse unas "chelas" y yo, refrescos.

Nos la pasamos realmente bien, platicando entre nosotros y con el cantinero. No hubo nadie más esa noche ahí, así que nos sentimos casi dueños del lugar. Al salir, mi amigo iba realmente "servido" y yo tenía un dolor de estómago infernal. Demasiados refrescos, diagnosticó el doctor Beto. Llegamos al cuarto y nos quedamos dormidos casi de inmediato.


La foto del templo de Los Jarritos
es mía



El viernes salimos al sonido de las campanas, porque comenzaría la procesión de las imágenes sagradas, desde la iglesia de Los Jarritos, hasta la de San Francisco (en la primera foto), que está a un lado de la posada.

Decidimos salir a ver, tomamos las cámaras, y nos fuimos con la gente. Recorrimos muchas calles del pueblo, conociendo y descubriendo lugares y tradiciones que nos volvieron a llevar a un pasado que no conocimos. El cura, en las reflexiones de cada "estación" del Viacrucis, además de hablar sobre lo que se debe hablar entonces, nos mostraba una parte del pueblo, con la gente, su gente, cantando y viviendo intensamente su religiosidad.

Cuando terminamos, en medio de un calor húmedo sofocante, fuimos a comer algo, no recuerdo qué, y después fuimos a la terraza del hotel. Nos sentamos a leer y a platicar. No sé qué libro llevábamos cada uno, pero entre el calor y las letras, nos quedamos dormidos. Después, al despertar, como a las 4 pm, seguimos leyendo.

Esa tarde, nos pasó algo que no me ha vuelto a suceder. Estábamos en la terraza, sin una brizna volando, acalorados y de pronto, como de la nada, nos llegó una ráfaga de viento, un viento no tibio, sino caliente. Constante, apacigüante, desde una costa que no podíamos ver, pero que nos trajo el olor del mar y una especie de sopor. La corriente duró más que unos minutos y nos dimos cuenta de cómo llega la primavera, no la de los calendarios, sino la verdadera. Me gustó mucho la experiencia.

Para no variar, nos fuimos a la cantina de nuevo: más chelas para Beto, más refrescos (pero con medida) para mí. Platicamos de nuevo, incluso le llevamos al cantinero los libros que estábamos leyendo y platicamos de ellos. Así hasta la media noche, cuando nos fuimos a dormir.

El sábado fuimos a las cascadas. La Gloria se llama a la que fuimos (hay por la zona, muchas y muy padres, tanto como ésta que les cuento o más). Nos mojamos y estuvimos, entre los mosquitos y un montón de gente, contentos y relajados. Comimos lo poco que habíamos llevado desde Cuetzalan y al regresar, nos gustó habernos sentido realmente en medio de la naturaleza.

Regresamos al hotel, comimos y salimos a caminar. Se los cuento rápido, pero estábamos muy cansados, aunque no queríamos regresar sin recorrer lo más que pudiéramos. Queríamos "quedarnos" con el lugar, tenerlo, hacerlo nuestro. Estábamos realmente contentos de haber ido.

En la noche ya no teníamos dinero para ir a la cantina, así que nos quedamos en un puesto de garnachas en la escalinata donde los domingos se colocan los puestos del mercado. Esa noche bajó la neblina y nos dejó conocer por qué es famosa esa ciudad: el cielo a nuestros pies (y nuestra cabeza y el resto de nuestro cuerpo). La neblina es densa, tibia y fantástica.


La foto de las Faldas.jpg
es mía



El domingo, antes de buscar cómo regresarnos, estuvimos en el mercado, el tianguis que se pone todos los domingos, donde se vende de todo, desde (en aquel entonces), casets con música popular y hoy cd's y dvd's, hasta chiles verdes y artesanías locales. El mercado de Cuetzalan es uno de los eventos más importantes de la región, y cada domingo, bajan o suben cientos de campesinos e indígenas a intercambiar sus productos por unos cuantos pesos. Es tradición sí, pero también evidencia de la pobreza.

Tomamos algunas fotos y alguna cosa para comer, pagamos el hotel y nos dirigimos a la "estación" de autobuses, una calle con una gasolinera vieja, que ya no daba servicio, pero todavía con sus bombas y anuncios de un Pemex que entonces estaba en jauja. Cientos de personas queriendo regresar, a Puebla, a Teziutlán o a lugares más cercanos como Zacapoaxtla mismo o Zaragoza, ciudad de paso en el camino.

No compramos los boletos, porque esos se compran arriba del camión, así que el objetivo era treparse a uno como fuera, siempre que tuviera como último destino mi ciudad. Era importante salir temprano, porque Beto todavía tendría que viajar a la ciudad de México, y en domingo santo, la cosa era dificil. Finalmente logramos subirnos a un camión, el que saldría a las 11 de la mañana, conseguimos, no sé cómo, asiento y de regreso, nos quedamos dormidos hasta Puebla.

Ese viaje soldó la relación con uno de mis mejores amigos, Silvestre Alberto Acevedo Hernández, que hoy vive en Sonora y es un investigador reconocido. Tiene más de 23 años que no lo veo, pero sé que está bien, creciendo y aprendiendo, que es lo único que podemos seguir haciendo sin parar.

Así que ¡salud!, querido amigo. Tú con tu cerveza y yo con mi squirt.

Blas Torillo.

PS. En julio de ese mismo año conocí a Oli en Tlaxcala, y cuál sería mi sorpresa al saber que ella es de Cuetzalan. Bendito pueblo, ya casi mío, después de 24 años.

martes, 29 de abril de 2008

¡Reprobado!


La foto del Examen
es de MarkCat


Había entrado a la secundaria después de un intenso proceso de "estresamiento", por parte de nuestra maestra de sexto de primaria. Ella les cobró a nuestros papás por un curso de preparación para el examen de admisión al siguiente nivel y algunas semanas, no sé cuántas, fuimos a su casa todos los días de lunes a viernes, donde había acondicionado su cochera para el efecto. Lo malo fue que conforme íbamos repasando lo que ya habíamos visto en clase, entre el contexto y los nervios, nomás nos estresamos de más.

Total que llegó el día de hacer el examen y, sin recordar en realidad muchos detalles, sé que lo aprobé, porque de pronto era alumno de secundaria.

No había sorpresa, porque durante toda mi historia como alumno hasta entonces, había sido buen alumno. De hecho muy bueno.

Pero entre las hormonas que comenzaban a darse cuenta de que existían, cuando tenía 12 años, y los cambios de funcionamiento de la escuela, pasar de un solo maestro todo el año, a 8 maestros distintos y de a 50 minutos cada uno, nuevos compañeros y demás, las cosas comenzaron a salir mal.

El primer mes, cuando llegó el período de exámenes, al que más miedo le tenía era a inglés. El maestro era medio rígido, no enojón, pero serio; nos había "enseñado" eso del pollito-chicken, gallina-heny alguna otra cosa relacionada con el I am y el You are. Pero entonces a mí no me entraba el inglés.

Total que llegó la hora de su clase-examen y nos dictó algunas preguntas.

De pronto, como de la nada, el papel comenzó a deformarse. Lo veía raro. Se convirtió poco a poco en una mancha como queda la tele cuando se va la señal, pero las teles de antes ¿se acuerdan? Cuando comenzaban a pasar rayas negras verticales que iban de un lado al otro y rayas horizontales, que bajaban y no dejaban de bajar, hasta que le movíamos unos botones para corregir.

Bueno, pues lo que yo veía era la hoja, el pupitre, mis compañeros, el maestro, el salón, el patio todo rayado de arriba para abajo y de un lado para otro, con rayar delgaditas, que pasaban muy rápido.

Y no sólo no recordaba, en caso de que alguna vez lo hubiera sabido, nada del inglés que se suponía debíamos saber, sino que ni siquiera podía ver las líneas donde debía escribir. Después de unos 10 minutos, comencé a llorar. El maestro me dijo que ya habría tiempo de reponer. Que había que estudiar más y esas cosas que decimos los maestros.

Pero no lloraba por el examen. Lloraba porque me empezó un dolor de cabeza como nunca había tenido otro. Sentí náuseas, quería que cerraran las cortinas y que todos se callaran, porque la luz y los sonidos más apagados hacía que mi cabeza me doliera aún más.

Cuando llegué a la casa, le conté a mi mamá del dolor, pero no del examen. Sabía que lo había reprobado, porque no contesté nada. Mi mamá bautizó el dolor: Tuviste una jaqueca. Hoy sé que eso se llama migraña, pero en esos días, ni idea teníamos.

Pasaron dos semanas y la maestra jefa de grupo llevó los resultados: Blas Torillo. Sacaste cero en inglés.

No sé cómo describir lo que sentí. Nunca había reprobado y además no me esperaba el balconeo, pero ahí todos supieron que había reprobado. Había que llevar la boleta a la casa y mi papá debía firmarla.

¿Pena? ¿Coraje? ¿Indefensión? ¿Soledad?... Eso es. Me sentí solo. No era la primera vez que me daba cuenta, pero si la más clara: estaba solo. Mi papá seguro me regañaría. Mi mamá seguro diría algunas palabras de consuelo. Mis hermanas me dirían que todavía quedaban muchas oportunidades para pasar, que no era el fin del mundo. Mis amigos, pues ni siquiera recuerdo si me dijeron algo. Pero yo me sentí solo. Muy solo.

Después reprobé otras materias y ya parecía deporte, hasta que llegó el tiempo de la universidad. Esa se las platico después. Lo que quiero contarles ahora es que pienso que las teorías pedagógicas de ningún tiempo, se han preocupado por lo que siente el que reprueba. La escuela nomás lo hace, los maestros pues, pero la escuela toda y deja que cada quien se arregle con sus emociones y sentimientos.

Tendré que repensar muchas cosas, y seguir del lado de mis alumnos. Ellos son los que me invitan a dar clases. Ellos son el motivo y habrá que saber seguir en la escuela, sin dejar solo a nadie.

Blas Torillo.

miércoles, 20 de febrero de 2008

En bici.


Tomé la foto de esta Bici
del sitio solo stocks


Hace muchos años ya que mi papá me regaló mi primera bici. Era rodada 24, azul, turismo y sin cualquier cosa extraordinaria.

Tendría unos 10 años y me gustaba salir a dar paseos primero con mis hermanas y luego, algunos años después con mis amigos. Pasaron muchas cosas en las bicis, desde caídas espectaculares que hoy quizá saldrían en mtv, y pintas de la escuela para ir a echar relajo, hasta rondas a la casa de ella… bueno, las casas de ellas, porque durante mucho tiempo sólo tuve este maravilloso vehículo, no el mismo, pero siempre bici, para intentar el amor.

En algún momento de la prepa, mi papá me compró una bici grande, rodada 28, turismo también y con portabultos, adminículo cuya intención no descubrí hasta que un día él necesitó algo de una tienda lejos y pues ahí estaba yo, de mandadero de mi padre.

Me gustaba salir a pasear, ir a la calle donde vivían algunos de mis amigos y verla a ella, o dar vueltas solo, pensando en un millón de cosas sobre el futuro, el cariño, la juventud y desde luego el cansancio. Mojarme bajo aguaceros diluvianos o quemarme la piel al sol sin dejar de avanzar.

Cuando trabajé en la Universidad de las Américas, Puebla, hubo, en algún día previo a la navidad de 1991 un bazar para empleados y ahí vi la que sería mi tercera bici: una benotto de montaña, de las primeras que hubo, misma que compré con mi sueldo, disfruté con todas mis fuerzas y regalé con dolor, hace unos dos años.

En esta bici, roja, negra y amarilla, fue que rompí mis propias marcas. Ya casado, salía con Oli, ella en su bimex, rodada 24 y yo en la mía a conocer lugares que nunca imaginé o a recorrer rutas que hacía tiempo había hecho con mis hermanas, en una ciudad totalmente cambiada. Terminábamos muy cansados pero muy contentos.

En esta bici todavía me tocó llevar a Oli Berenice a la primaria y recogerla a la salida, no porque no hubiera otros medios, sino porque nos gustaba mucho, ella en el portabultos que le puse, cometiendo un sacrilegio para bicis de montaña, y yo pedaleando y enseñándole la ciudad y la vida.

Incluso hubo una temporada larga, cuando estaba al final de mis treintas y principio de mis cuarentas, en que cada quince días, los domingos me iba en bici solo, hasta pueblitos cada vez más lejos de mi casa y cada vez más cerca del Popocatépetl, pueblitos que se llaman Nealtican, San Nicolás y Xalixintla… Los que conocen Puebla, sabrán que son distancias largas y subidas imposibles, pero me las ingeniaba para llegar. Y después de 12 o 13 kilómetros de grandiosas bajadas, que antes había tenido que subir, en las faldas del volcán, regresar, que era lo realmente difícil.

Me gustaba mucho andar en bici. Ahora, el trabajo, los años, las responsabilidad y a veces la flojera me amarran a esta silla donde estoy y escribo esto y no me animo a usar la última bici que compré. Era para Oli Bere, verde, de montaña, rodada 26, pero siempre ha dicho que le queda grande y no la usa. Se me antoja salir de nuevo a dar vueltas por doquier y se me antoja olvidarme un rato de los problemas diarios.

Andar en bici: pasatiempo, pretexto, escape, refugio, disfrute o terapia, siempre me ha sido compañía.

Blas Torillo.

sábado, 16 de febrero de 2008

Mis mejores amigos.


La foto de estos Amigos
la tomé del sitio Bored to death


A lo largo de mi vida he tenido varios mejores amigos. Desde la primaria, cuando en tercero conocí a Toño que llegó de alguna escuela de Veracruz, creo, porque cambiaron a su papá de sede en el trabajo, hasta Memo, que por cierto acaba de cumplir años este 14 de febrero.

Todos han sido compañeros, confidentes, consejeros y amables representantes de mi conciencia cuando las dudas se han agolpado en mi mente.

Con el riesgo obvio de olvidar a alguno, haré mi lista: Toño (García), Oscar, Beto, María, Martín, Toño (Conde), Adriana, Rodrigo, Memo.

Como verán, confirmo esta idea de que se pueden contar con los dedos de una mano, aunque yo necesito parte de la otra.

Mis amigos estuvieron ahí y sé que siguen, aunque haya pasado algún tiempo que no he visto a la mayoría.

Me acompañaron y compartieron algunas etapas de mi vida, de aquellas que son definitorias de lo que se es y lo que se puede llegar a ser, momentos en los que uno decide y aprende las cosas sustanciales, tiempos en que la vida nos presenta disyuntivas que nos marcan el camino, debiendo olvidar las otras posibilidades.

Mis amigos, de los que adelante me ocuparé de a uno por uno, también definen lo que ahora soy, y lo que ya no podré ser. Lo mejor es que estoy contento con lo que he logrado y con los proyectos en los que ellos ya no participan, pero que alimentan mi espíritu para lograrlos.

A pesar de la distancia, del tiempo y de las circunstancias, quiero dejar constancia de que los quiero, los recuerdo, los extraño y que me encantaría volver a encontrarnos, aunque quizá tuviéramos vidas muy distintas. Somos, también por habernos encontrado.

Blas Torillo.