miércoles, 13 de agosto de 2008

María.


La foto de María
es mía


- Y tú, ¿cómo te llamas?

- Blas, ¿y tú?

- María.

- No. No es Blas. Es Blasito, porque lo quiero mucho, dijo Ana.

- ¡Ay si! ¡Blasito! Medio sangrón el nombre ¿no? ¡Blasito!

Era 1979 y estaba en segundo trimestre de la carrera. En el salón estábamos Ana Grinberg, mi amiga desde primero, que hace poco supe que estaba dando clases en alguna universidad de Estados Unidos, María Chacón Calderón y yo. Así la conocí.

Ella también estaba estudiando comunicación en la UAM-X, pero todavía en otro salón, debido a la organización de la escuela.

No sé cómo, pero comenzamos a llevarnos más o menos bien, sin que nuestra amistad fuera destacable por algo. Pasó el tiempo y cuando llegamos a cuarto trimestre, comenzando el segundo año de nuestra licenciatura, nos tocó juntos. También estaban Beto, Lupita, José Arturo, Ceci, Carmen y Fabricio, entre los que recuerdo que compartíamos grupo.

María era linda (hoy lo es más, sin duda) y además estudiosa. No sé si lo de la escuela, pero le encantaba leer. De todo, como a otros de los compañeros. Esto fue sin duda factor para solidificar nuestra amistad. Pero también le gustaba escribir, como a mí. Y aprovechamos el gusto enviándonos cartas en cada vacación. Había tratados y recados, pero nos escribíamos mucho.

Muchas veces me dio cobijo en su casa, y hasta me asignó su "estudio" (para cuando se me hiciera tarde para regresar), que era el cuartito de servicio del depa donde vivía. Allí, en medio de cuatro paredes blancas y una alfombra roja, un librero viejito, una mesita que no recuerdo si llegaba a escritorio, un tocadiscos portátil, los discos de Silvio, entre los que destacaba Rabo de Nube y muchos libros, nos pasamos horas, cientos de horas, platicando, escuchando música, fumando delicados con filtro, viendo el techo, llorando, leyendo poesía en silencio o en voz alta, recordando, pensando en nuestro presente, entonces, y en nuestro futuro, incierto todavía, pretendiendo comprender a nuestros padres y sintiéndonos incomprendidos por ellos, compartiendo nuestros silencios, nuestros dolores, nuestros logros, nuestras aventuras y desventuras, las preocupaciones y las risas. Y si hacía frío, nos metíamos a su casa, y en la sala era donde vivíamos todo eso.

Allí nació en realidad nuestra amistad. La profunda. La eterna.

Casi para terminar de estudiar, se fue a vivir con Ceci a un departamento cerca de la Alberca Olímpica y ahí las fui a ver, a las dos, un día, entonces con pocas cosas de la escuela en común.

Yo regresé a Puebla y poco después María se casó (fui a su boda ya de la mano de Oli, que estaba entrando en mi vida como un torbellino), dejamos de vernos, pero seguimos escribiéndonos, de todos los temas, pero con uno solo: éramos amigos.

Pasó el tiempo. No volví a verla y las cartas tomaron un descanso. Cuando por fin me animé a escribirle de nuevo, ocurrieron las cosas esas de la vida que uno no sabe bien a qué atribuirlas. La carta le llegó el día en que se estaba cambiando de casa, después de la muerte de su mamá. La guardó en alguna caja y la encontró mucho después. Pasaron 4 años para que me contestara.

Si yo hubiese enviado esa carta un día después, si ella hubiese salido con la mudanza una hora antes, si no hubiese tenido una caja segura donde ponerla o si no hubiese tenido tiempo y modo de revisarla, ya en casa con su nuevo esposo y dos hijos, nuestra amistad no sería más que un bonito recuerdo de cuando fui universitario por primera vez.

Pero todo eso pasó y me mandó una carta apoteósica, (lo sería sólo por los 4 años de factura), donde me contaba todo esto y más. La respondí, ya a su nueva dirección, con otro libro y así seguimos.

Un día, de mi trabajo en 1995, me mandaron a México por algo y como la dirección era cercana a la que yo tenía apuntada de ella, pues fui, sin avisar.

Llegué. Toqué el timbre. Nadie acudió. Y de nuevo la suerte, el destino o la casualidad: Cuando ya me iba, pensando en lo absurdo de no avisar una visita en una ciudad donde todo se relaciona con el tiempo, me di la vuelta cuando me gritaron: ¡Blas! ¡Blasito!... Era María, regresando con prisa de no sé dónde, queriendo sólo recoger algo que olvidó en la casa. Canceló lo que iba a hacer, me invitó a pasar, le habló a Ceci, su comadre, por teléfono para que fuera, sin decirle que yo estaba ahí y, pues sí, nos pusimos a platicar. Me mostró su casa muy orgullosa, me dijo de sus logros y de sus pesares y comenzamos de nuevo a darle una retocadita a la amistad ya entonces de muchos años, pero más de palabras, palabras de aire y de tinta.

Volvimos a nuestra epistolar relación y conocimos a nuestros hijos y parejas, nuestros proyectos y sueños, nuestros fracasos y dolores.

Un día me dijo que tenía problemas con su empresa. Que su nueva pareja, Roge (un tipazo en realidad), y ella estaban intentando de todo para sacarla adelante, pero que la situación era difícil. Y no me podía negar a ayudarla. Fui a México, firmamos un contrato que comparado con otros, era más bien de paga simbólica y nos pusimos a diseñar su rescate. Pero en efecto, la situación era ya muy delicada y tuvimos que suspender los trabajos. Sin embargo comenzamos a llenar el espacio de bits y de proyectos.

La última vez que la vi, antes de escribir esto, fue el 5 de enero de 2006. Fui a la última sesión de consulta y después me acompañó a buscar una compu como ésta en la que escribo y que en esa ocasión no compré. Recuerdo que al salir de su casa en la que me asiló esa noche (una vez más), vi un regalo que le dejaron los Reyes Magos: una carta.

Entre el bendito correo electrónico, que a su ritmo, pero no se ha detenido, y las ganas de seguir platicando, ella me acaba de enviar otra carta-email, donde me cuenta de cómo le está yendo bien a ella y a sus hijos, cómo la vida parece sonreírle de nuevo y cómo otra vez, está en paz consigo misma y con el mundo. Me pidió que le contestara, pero mejor le preparé este post, que es también un homenaje a la amistad profunda.

A María, mi amiga, la de siempre, la eterna, la que sé que está y estará. Te quiero mucho.

Blas Torillo.

PS. Te cuento amiga, que aparte de los problemas de dinero, que son como la cosecha de mujeres, ¡todo bien!