miércoles, 8 de octubre de 2008
Inseguridad. Una historia más.
Era 2004, el 11 de mayo para ser exactos y estaba en la tienda de pinturas de David, ahora mi amigo, entonces mi cliente. Su local, era sencillo, con un mostrador, botes y cubetas de pintura en anaqueles ad hoc, una caja registradora, un teléfono, dos bancos para los clientes, todo dando a la calle, con sólo una cortina metálica para cerrar. Había una puerta pequeña en la pared de atrás, para salir a un patio que daba al baño y a otro cuartito donde estaba la computadora y los archivos de documentos de la tienda. Estábamos como cada sesión, analizando qué y cómo podíamos hacer para que su empresa tuviera más ventas y así casi nos llegó la hora de cerrar.
Faltando unos 15 minutos para las 6 de la tarde, llegaron dos señores a preguntar algo sobre colores y texturas.
- Es para mi madre, dijo uno de ellos, alto, gordo, como de unos 40 años. Ayer no pude verla y quiero regalarle la pintura de su casa por el día de las madres. (En México lo celebramos el 10 de mayo).
El otro sujeto, chaparro, delgado, moreno, con el pelo pintado de amarillo, de unos indescifrables 35 o 45 años, nomás se sentó en uno de los bancos para clientes.
Después de ver durante unos momentos los catálogos y preguntar por precios y condiciones, el primero nos preguntó si podíamos esperarlos. Su mamá vivía, según esto, en un conjunto habitacional cercano. Le llevarían los muestrarios para que decidiera el color y regresarían a comprar lo necesario.
David dijo que sí, que usualmente cerraba a las seis, pero que si no tardaban, los esperaríamos un poco más.
Salieron y David y yo seguimos platicando, ya preparando las cosas para cerrar. Ese día no llevaba la computadora, sino sólo una libreta de apuntes.
Poco antes de las seis, vimos que los sujetos regresaban.
Entraron. Primero el sujeto alto, dándose la vuelta para bajar la cortina, al tiempo que el otro pasando el dintel, desenfundaba una pistola revólver para encañonar a David, dando la vuelta al mostrador y el alto sacando una pistola escuadra, parecida a la de la foto que pongo, apuntándome, dándome cinco o seis golpes con la boca del arma en la frente.
- ¡Esto es un asalto cabrones! ¡Al piso!, grito el grande.
- ¡Las llaves de la troca, cabrón, las llaves! le grito a David el chaparro que le apuntaba.
- ¡El candado de la cortina! ¿¡Dónde está el candado de la cortina, hijos de la chingada!? ¡O me lo dan o se los carga! ¡Este es su último día... !
Todo pasó en menos de un minuto.
David les dio las llaves de una camioneta pickup nueva que el papá de su novia acababa de comprar y que ella le había prestado para descargar algo de producto en la tienda, dos candados, el celular y su billetera.
A mí me quitaron mi celular y una navaja suiza que siempre cargaba.
Arrancaron el teléfono de la tienda y lo tiraron al patio de atrás, junto con las llaves de los candados, pusieron uno de éstos en esa puerta y nos tiraron al piso, nos amarraron con cordón (cuenda, lazo, como quieran decirle, de ese que es de algodón) boca abajo, las manos atrás, enlazadas con el amarre en los pies, lastimándonos un poco más que bastante.
Con lo poco de efectivo que había en la caja, las llaves de la camioneta y nuestras cosas, salieron, cerraron la cortina de nuevo, dejando puesto un candado por afuera para impedirnos salir y avisar a la policía.
- Nos la hicieron, me dijo David, sorprendentemente calmado.
Estábamos tirados en el piso, encerrados, incomunicados y adoloridos crecientemente por la ligadura de los amarres en muñecas y tobillos.
- Nos la hicieron David... y lo peor es que...
En ese momento escuchamos el chirriar de las llantas de la camioneta y las carcajadas de los sujetos.
- Me van a madrear por la camioneta, dijo David.
- No te preocupes ahora por eso... estamos vivos. Realmente la vimos cerca. Me duele la frente y la pierna izquierda.
Entonces me di cuenta que el alto me había pateado al final, además de todo, pero ¡estábamos vivos!
- Tenemos que salir y avisar, pero ¿cómo?, me preguntó David.
No sabía. No tenía la más mínima idea de cómo íbamos a salir de ahí, sin llaves, sin teléfono, tirados y muy espantados. Conforme pasaba el tiempo, nos fue cayendo el veinte de qué había pasado y de nuestra situación.
En algún momento, David recordó que tenía un encendedor en uno de los anaqueles y pasó un tiempo en que pudo hacer algo para tirarlo al piso, junto a nosotros. Cuando lo tuvo en las manos, con trabajos ambos pusimos nuestras manos cerca y comenzó, con mi acuerdo, a quemar la cuerda que me amarraba a mí. Me quemó las muñecas también, pero era el único modo.
Al final, después de un rato en que me desamarré, me puse a quitarle los amarres a mi amigo.
El problema, mientras nos dolíamos de las manos y los tobillos, era cómo salir. Afortunadamente los fulanos sólo pusieron candado a uno de los extremos de la cortina, así que medio pudimos levantar la otra orilla. Pero fue poco. Quisimos usar un bote de pintura como cuña para sostener poco a poco, cada vez más, la cortina, pero no estaba dando resultado. Y no teníamos cómo avisarle a nadie. Gritábamos, pero o nadie hacía caso o nadie pasaba por frente a la tienda. Al final, medio deseperado, David se arrastró por el mínimo resquicio que pudimos lograr y alcanzó a salir. Fue a una tiendita que estaba a unos metros para llamar por teléfono a la policía. Raudos, en menos de dos minutos llegó una patrulla, aunque ya habría pasado casi hora y media desde el asalto.
No nos sabíamos las placas de la camioneta, y la policía nos las pedía insistentemente "para ver si los podemos detener". Hum. Para esas horas los fulanos podrían estar ya en la Ciudad de México, en Jalapa o Tehuacán, si hubieran tomado la dirección contraria, o en Cuernavaca o en cualquier lado, menos donde la policía quería comenzar a buscar. Les adelanto que nunca se recuperó la dichosa camioneta.
En la tiendita donde habló David por teléfono nos ofrecieron café y pan salado, para el susto y luego de que los polis tomaron nuestros datos nos pidieron que fuéramos a levantar la denuncia.
Antes de eso, David le habló a su novia y se puso más asustado aún. Ella estaba realmente enojada y como que no le creyó mucho nuestra historia.
En fin. Nos subimos a mi coche que estaba estacionado en la acera de enfrente y, como estaba viejito, supongo que ni siquiera les pasó a los fulanos pensar en él como botín.
Fuimos primero a la delegación que nos habían dicho, la misma de cuando el accidente de Oli, mi esposa, pero ahí ni nos pelaron. Nos dijeron que teníamos que ir a otra delegación del Ministerio Público, la de delitos culposos, no sé por qué, pero allá fuimos. Llegando buscamos un teléfono público para avisar a nuestras familias dónde estábamos y qué estaba pasando. Serían quizá como las 9 de la noche y nos hicieron esperar hasta las 10 más o menos.
La sorpresa, la auténtica historia de terror ocurrió ahí. De entrada, después de dar los primeros datos personales y la versión corta de lo sucedido, detuvieron a David. Lo llevaron a los separos y lo tuvieron ahí por unas 3 horas, incomunicado, sin zapatos, sin cinturón, sin suéter, acusándolo de haberse autorrobado la caminoneta.
A mí, me llevaron a una oficina donde me interrogaron por relevos, tres personas: una licenciada (supongo que en derecho) que decía ser la agente del ministerio público, y dos policías judiciales: Que qué relación tenía yo con el dueño de la tienda, que a qué me dedicaba, que cuánto tiempo tenía de conocerlo, que desde cuándo había firmado el contrato de consulta, que cuánto me pagaba, que quiénes eran mis amigos, que si podía demostrar que ese era mi trabajo con mis declaraciones fiscales, que cuánto tiempo tenía haciendo eso, que por qué habíamos establecido ese horario, que si mi familia, que si podía demostrar los años que tenía de residir en Puebla, que cuánto ganaba, que cuántos coches, casas, computadoras, negocios tenía, que si tenía asuntos con el narco (no quiero imaginar qué preguntan hoy y cómo), que qué y dónde había estudiado, que cuántos años tenía, que por qué tenía tantas canas (y al rato, que por qué no tenía tantas canas), que si mi ropa era de marca, que si la había comprado en el mercado, que si la navaja que me robaron era original o si era pirata, que si compraba muchas cosas piratas o que si compraba muchas cosas originales, que qué era exactamente lo que hacía con cada cliente, que qué era exactamente lo que estaba haciendo para la tienda de David, que si sabía escribir a máquina (nunca supe o pude intuir para qué serviría saber eso), que si sabía de leyes o si tenía abogado, y así... sin parar, pero con esos silencios que a veces muestran en la tele o en las películas, para ver si decía alguna tontería o me contradecía de algún modo. Y no me dejaban hablar con mi abogado, "porque no estaba yo siendo acusado de nada".
Duro y sin pausa. No dejaban de preguntar. Casi cuatro horas. Uno, según, escribía todo lo que yo iba diciendo, porque se suponía que estaba haciendo el acta con mi declaración, pero luego supe, porque tuve que firmarla, que nomás puso lo que se le pegó su gana. Cuando quise corregir, me dijeron que no importaba, que yo estaba casi libre (¡¡¡ ¿acaso estaba detenido? !!!) y que el que pagaría por todo era David.
Que si lo quería acusar, lo dijera en ese momento porque después nadie me iba a creer, que después no podría cambiar mi declaración, que si sentía que él había preparado todo para hacerlo parecer más real y que sólo me había usado, debía denunciarlo.
¡Estaban locos! ¡Locos de remate!
No nos creyeron ni un poquito.
Estaba realmente asustado y lo fueron logrando quienes se suponía debían defendernos, preguntarnos qué camioneta era, qué características tenían los asaltantes, qué detalles recordábamos. Pero no. ¡Nos estaban acusando y cuando yo deje de ser sospechoso, querían que acusara a mi cliente!
¡Locos de remate!
Al final, dejaron salir a David, lo hicieron firmar un acta que no sé cómo obtuvieron y lo citaron para el día siguiente, a las 9, para ratificar la denuncia. Eran las 4 de la mañana.
Y a él aún le faltaba dar la misma explicación a su novia y a su futuro suegro. Supongo que fue menos traumática que la que habíamos vivido allí.
Por eso no me disgustó tanto aquél "al diablo con sus instituciones", porque ya ven: cuando uno quiere que nos protejan, lo que logran es que les tengamos tanto o más miedo que a los delincuentes honestos, es decir, los que no tienen reparo alguno en decirnos que lo son, sin ocultarlo.
Fui a dejar a David a su casa y después me fui a la mía. Hambriento pues no teníamos ni un quinto y no habíamos comprado nada para comer, somnoliento porque estas cosas cansan, además de la desvelada, asustado, muy asustado porque en realidad estuvimos a punto de morir o de ser encarcelados sin deberla ni temerla, pero sobre todo muy, pero muy enojado. Mucho quiero decir. Estaba que me llevaba el diablo de coraje.
Pero bueno. Pasaron ya más de cuatro años. David cerró la tienda a los pocos meses y ahora trabaja en una empresa, ahí nomás de director general y yo, pues aquí sigo. Ya ven.
Blas Torillo.
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